Ya te dije que soy maestro de gramática. Ilustración de Francisco Olvera Park
Ilustración de Francisco Olvera Park

Ya te dije que soy maestro de gramática

18/01/2017
Por Juan Pablo Anaya

Con un gran sentido del humor y bastante ironía, este relato nos presenta las peripecias que sufre un simple maestro de gramática al enfrentarse con unos asaltantes.

Nunca pensé que ser profesor de gramática resultaría útil en un secuestro. Había pasado la tarde y parte de la noche en la biblioteca preparando mi explicación de las “Prótasis con formas no finitas”; sin embargo, mis logros de ese día eran bastante finitos si no es que minúsculos. Aproveché que estaba cerca de casa de mi madre, en Santa María la Rivera, para pasar por correspondencia y algunas cosas que no había recogido desde mi regreso a la ciudad. Harto, le mandé un mensaje al Víbora diciendo que ya iba para la fiesta. Tomé un taxi en la calle de Amado Nervo. Acababa de llover, eran algo así como las doce de la noche. Iba tarde y aún tenía que dejar mi computadora en casa. Le dije al taxista que nos dirigíamos al centro de la ciudad, que se fuera por Insurgentes. Algo charlamos cuando noté que cruzaba esa avenida hacia otra dirección, le señalé su error y le pedí que más adelante diera vuelta en Buenavista. Tras cruzar el eje vial, bajó la velocidad e intercambió una broma con una prostituta que estaba en la esquina. Creo que ambos se rieron, y dio vuelta donde le había pedido. Cuando llegamos al siguiente semáforo dos tipos se acercaron al taxi, abrieron la puerta y amedrentaron al conductor. El que se sentó junto a mí puso una pistola a la altura de mi cadera. “Siéntate normal y cierra tus ojitos”. Apenas bajé los párpados, vi a través de las descripciones y amenazas de mi nuevo compañero de asiento. “Chofer, quiero puras avenidas rápidas”. Parte de su elocuencia provenía del artefacto ceñido a mi cintura, pero no quiero restarle mérito, gustaba de charlar y como buen narrador era capaz de producir imágenes. Por supuesto ni el análisis sintáctico, ni el semántico, me ayudaron a lidiar con mi condición de pasajero forzado en ese vocho.

Lo que sí me ayudó fue el desprecio que sentía por mi trabajo. Que no se me entienda mal, disfruto ser profesor, pero la clase de Gramática III que impartía entonces fue la principal causa de mi colitis nerviosa. Era un pésimo docente y mis alumnas, todas mujeres a excepción de uno que no iba, habían cursado los dos primeros niveles con una conocida lingüista japonesa cuyo nombre siempre me pareció que invocaba una eficacia maquínica: Tzusuki. La rígida disciplina a la que las sometía culminaba en exámenes que duraban un mínimo de cuatro horas. Pronto identifiqué quiénes habían llegado a nivel de cinta negra. “La próxima clase, sin falta, aclaro esa duda” era mi respuesta más frecuente a sus participaciones. Para sobrellevar a estas discípulas adiestradas en los saberes ninja del lenguaje, tomé una medida un tanto radical: les di a leer artículos que ni ellas ni yo comprendíamos. Entendí, por lo menos, qué quiere decir eso de la dimensión simbólica de las categorías psicoanalíticas: cada clase teatralizaba la derrota de mi función fálica como profesor frente a doce mujeres jóvenes y atractivas. Aquel sábado, cuando el asaltante me pregunto en qué trabajaba, supe que era clave responder con una profesión modesta, verosímil y poco deseable. “Soy maestro”, apenas acerté a decir. Pero después reparé no sin algo de furia: “soy un maestro de gramática”.
Primero amenazó al taxista. Creo que le dio las monedas que traía para dar cambio y se justificó: “Acabo de empezar”. Casi inmediatamente se escuchó un golpe aparatoso, un gemido similar a los de la lucha libre y un reclamo por parte del asaltante que se decía ofendido. El conductor entonces sacó los billetes. Yo le di lo que llevaba en las bolsas de los pantalones. Mi cartera era un archivero que compactaba quizá un año fiscal de notas ilegibles y facturas dobladas para una declaración de impuestos que había postergado hasta el cansancio. “Cuánta chingadera… ¿Nomás traes ciento veinte varos?”. Revisó entonces mis credenciales y tarjetas. Me preguntó cuánto tenía en el banco. Según yo eran sólo cien pesos. Me dijo que llevaban un aparato con el que podían ingresar a mi cuenta y que era mejor que no tratara de hacerlos pendejos. Cuando he estado más corto de recursos siempre me ha molestado que los cajeros de Bancomer, como denominación mínima, den sólo billetes de cien. Ese día lo agradecí. “Ya me acordé… No tengo más que ochenta pesos, no voy a poder sacarlos”. La precariedad de sus tecnologías de espionaje era compensada con la intimidación en el interrogatorio. Mi asaltante alternaba una voz amable, con la que me hacía la plática, y otro tono con el que me amedrentaba. Después revisó el directorio de mi teléfono celular. “A ver, cabrón, ni se te ocurra denunciarnos, tenemos el teléfono de tu mamá y tu hermana y si lo haces se las va a cargar la verga”. Caí en cuenta de que sólo mi hermano estaba registrado con su nombre propio. “Además te vamos a tomar una foto para acordarnos bien de ti. Vas a salir tan guapo como en tu credencial del IFE”. Una luz me estuvo dando en los párpados por varios segundos. A menos que me estuvieran tomando una foto de estudio, no entendía bien qué pasaba. Al parpadear vi al compinche en el suelo del Volkswagen apuntándome con una lamparita hacia los ojos. En el lugar del copiloto que suelen quitar en esos taxis estaba la zona de efectos especiales: los golpes al taxista, las luces para la foto y el sonido de la cámara. El segundo ladrón a bordo era el sonidista e iluminador de este sensorama.
Llevaba conmigo una mochila y una bolsa de la Comercial Mexicana. Me preguntó por el contenido de la primera, la abrió. Imagino que vio mi computadora, mis libros, papeles.
―¿Qué, eres escritor?―
―No, ya te dije que soy maestro―. Noté que estaba muy concentrado en mis respuestas, debió haber sido una descarga de adrenalina la que me hizo afrontar con algo de sobriedad el asunto. Se puso a revisar los papeles y se topó con documentos de mi maestría.
―¿Estudias en el extranjero?―
―Estudié―.
―¿Y con qué dinero?―
―Tenía una beca―, aunque no daba suficiente dinero y aún debía un préstamo. En eso llegó un mensaje a mi teléfono. Era el Víbora: “Que dice el Droga que si le pasas sus cien varos”, leyó el asaltante. Bendije a mis amigos, a uno por su puntualidad para cobrar sus deudas, y al otro, mi Amigo Kit de Telcel, por su capacidad para intervenir en el flujo de los acontecimientos. Entonces le pidió al compinche que revisara mi bolsa de La Comercial. En ella traía una de mis colecciones más vastas y preciadas. “Puros discos piratas”, le respondió.
Lo siguiente fue una revisión exhaustiva. Me aclaró que era ladrón y no puto. Me levantó la camisa, supongo que para encontrar algún dispositivo secreto en el que llevara algo de efectivo. Por aquellos días comía tacos y quesadillas bañadas en crema y salsa verde y pasaba demasiado tiempo en una silla. En síntesis, había engordado y mis pantalones no cerraban.
―Puta madre, ¿no te alcanza ni para unos pinches pantalones?―. Entonces me envalentoné.
―No, ya te dije que soy maestro de gramática―.
―A ver culero, no te quiero quitar tu computadora, así que, vamos a ir al banco―. Reiteré mi saldo de ochenta pesos y le dije que se llevara la máquina. Entonces me dio un codazo en el esternón que me sacó el aire. Repitió la operación unas tres veces más. No podía respirar y creo que dije alguna frase entrecortada. “No chille”.
“Ahora sí, le vamos a tener que mandar un mensajito a tu mamá”. Aunque la historia solo se repite a manera de comedia, cuando mi asaltante decidió utilizar las técnicas del “mochaorejas” tuve que aplazar por varios días la risa. “Pásame la segueta”, le dijo al compinche que momentos después sujetó mi dedo índice derecho, argumentando que con ese escribía, y recargó mi mano sobre mi rodilla. Sentí un objeto con filo en el dedo, volvió a preguntarme que cuánto tenía en el banco, recuerdo que le hablé con una voz infantil y entrecortada, no podía dejar de temblar. “Ya te dije que tengo ochenta varos y que te lleves mi computadora…”. Era la misma voz que la de Chabelo, pero con un jadeo que le agregaba verosimilitud. Me hubiera gustado añadir “qué no entiendes que estás asaltando a un jodido maestro de gramática”.
Finalmente accedió a llevarse la computadora. No quiero decir que estar quebrado y tener baja autoestima sea el remedio para lidiar con un asalto, pero creo que algo de entereza se puede obtener de saberse poca cosa. Cuando me dejaron bajar del taxi no reconocí dónde estaba. Era una zona oscura, caminé un poco, a lo lejos distinguí un símbolo luminoso: “Bisquets Bisquets Obregón”. Estaba en la calzada Vallejo. A pesar de que me habían dejado mis cien varos para tomar otro taxi, preferí caminar a solas por el camellón a casa de un tío. Entonces noté que mis dientes no dejaban de castañear, así siguieron por casi veinte minutos.
La mafia japonesa de los Yakuza practica un ritual llamado Yubitsume que consiste en autocercenarse el dedo más chico de la mano para compensar una ofensa grave y pedir disculpas. Al parecer el origen de este rito viene del uso de la espada y del hecho de que es el dedo meñique el que más fuerte aprieta la empuñadura de esa arma. La siguiente sesión de clase después del asalto, di por concluida la revisión del tomo 3 de la Gramática Descriptiva de la Lengua Española y pasamos a cosas más divertidas. Cuando les di la noticia, alguna me sonrió. Consideré que la amenaza de Yubitsume que había afrontado era mediocre quizá en comparación con las exigencias Yakuza, pero un castigo suficiente por mis malas clases. Además, con mi computadora se había perdido el archivo con el temario del curso que impartía, y curiosamente no encontré la versión impresa. También perdí algunas cuartillas del obsesivo proyecto que escribía por esas fechas. No tenía respaldos de lo que había en mi máquina, pero la grave desaparición resultó benéfica; finalmente le di forma a aquel libro. Un año después fui a caminar a media noche a la misma calle donde tomé el taxi, y pude comprobar que mi memoria del asalto permanecía. Cuando llegué a la esquina de Insurgentes y Amado Nervo reconocí la iluminación del edificio del PRI. Había dos prostitutas en esa misma esquina. Una de ellas me abordó con la mirada, seguí caminando. A mis espaldas escuché que reían. Sobra decir que neurótico por la gramática de los signos, no pude más que acelerar el paso.

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Juan Pablo Anaya

 

 

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