Afrontando los cambios de la edad

Afrontando los cambios de la edad

03/09/2024
Por Rodrigo Dyer

Nací lejos de donde vivo. A mis 35 años he regresado a vivir a Ciudad de México, aquel lugar que me recibió hace ocho años cuando, enamorado, salí de mi Lima gris y caótica. Curiosamente, es Lima la que me acoge escribiendo estas líneas que no son para mí, sino para los que me criaron cuando era solo un niño. Ahora que lo pienso, teniendo a los que quedan cerca de mí, lo siguen haciendo. La crianza nunca termina.

A la par que soy criado a la distancia por unas personas, debo criar a otra. Mi hijo nació en Chicago, la ciudad que interrumpió mi estancia en México allá por el 2019, antes de que el mundo supiera qué era una pandemia. Adrián tiene tres años. Es dulce, ama las quesadillas y, en reciente apertura de regalos de cumpleaños, exclamó un “¡Está padrísimo!”, negando con una sola frase su lugar de nacimiento y, de paso, el de sus padres. Es el centro de un sistema que empezó hace décadas y continuará, espero, por muchos años más.

Reflexiono sobre los primeros años de mi hijo, en comparación con los míos. No me mudé de Lima hasta que cumplí 27 años; mi hijo salió de Chicago a los dos recién cumplidos. Crecí cerca de mis tíos y primos; él no tiene primos ni tíos cerca, todos están regados por el mundo. Lo más importante: tuve a mis abuelos cerca, cada semana, mes y año durante décadas; él no tendrá esa fortuna por ahora. ¡Qué responsabilidad tan grande criar lejos! Salí de mi país siendo solo responsable por quien me devolvía la mirada en el espejo. Fácil. El reto no es criar, tampoco tanto criar lejos de casa. El reto es criar con el equipo incompleto. Dicen que un niño solo necesita el amor de papá y mamá, pero no es enteramente cierto. Te lo digo yo, que fui niño y soy hombre: es mentira, el amor de los abuelos es diferente.

Cuando nací, tenía cuatro abuelos. Los paternos tenían 63 y 57 años; los maternos, 59 y 54 años. Abuelos jóvenes, enérgicos, que tenían voz y voto. Que mandaban. Me llevaban en su coche a la playa, jugaban a hacer huecos en la arena y nadaban conmigo en el mar. El primero falleció cuando yo tenía 24 años. Veinticuatro años con el privilegio innegable de su presencia cercana. En un momento de enfermedad grave, fui el encargado de traer a un cura para darle la Extremaunción. Viéndolo postrado en una silla, con la mirada casi perdida, el Padre le preguntó: “¿El señor Hugo puede hablar?”, a lo que contesté: “Padre, si mi abuelo pudiera hablar, es probable que lo estaría mandando a la mierda”. El cura sonrió, era de los buenos. Rezó, le tocó la frente con aceite bendito y se fue. Murió meses después.

Durante años pensé que era especial haber sido concebido cuando mi mamá tenía puesta la t de cobre pero, ya de adulto y después de hacer muchas preguntas sobre cómo eran cuando tenían mi edad, me di cuenta de lo extraordinario que fue haber nacido de cuatro abuelos tan distintos. Las palabras me van a faltar para describirlos, pero intentaré hacerlo con cinco herencias que me dejaron, que parecen simples sin serlo tanto:

Primero: Yo leo y aprendo

Pondré al lado materno aquí primero. Hay familias que no leen y otras que sí. A mí no tuvieron que decirme que un libro me salvaría de la soledad si no la quería. En casa de mis abuelos, las paredes estaban tapizadas de libros. En las mesas y en las sillas, los libros daban vida como las flores en cada esquina. Mi abuelo leía biografías; mi abuela, novelas. Cuando aprende el significado de una palabra nueva, mi abuela lo anota en un papel: se maravilla aún por la magia del lenguaje. Mi mamá fue maestra de lenguaje durante décadas en una escuela. En mi casa siempre supimos dónde poner las comas, las tildes y los puntos suspensivos, tanto en una hoja de papel como en una conversación.

Segundo: Yo beso y abrazo

Mis papás por delante, el lado paterno también. Combinadas la torpeza emocional y los acentos de sentires, esto es difícil de explicar, pero no de entender. Como es común en este y otros rincones del mundo, se marcaba distancia entre el amor entre hombres, especialmente entre padres e hijos. Mis abuelos hombres fueron extraordinarios en sus virtudes personales y muy primitivos en su forma de querer a la siguiente generación. Los nietos tuvimos otra suerte, en mi caso sobre todo con mi papapa. No sé si porque se esperaba que las reglas las pusieran los padres y yo los agarré más blanditos. Posiblemente por negar esa crianza menos sensible, mis papás me abrazaron y besaron mucho para cargar más la balanza; que, si tuviera defectos en la vida, no sería uno el no saber querer.

Tercero: Yo como y tomo

Mis abuelos hombres aquí, mis papás también. A mi papapa le encantaba comer porque sí: decía mi mamá que comía lo que fuera, piedras si era lo único que había, pero comía. Una de esas personas que disfrutaban de solo ver la comida, sin saborearla. Mi abuelo era otro cantar: él solo comía cuatro cosas, pero tomaba. Abro un espacio para hablar de la relación que tenía él y, que heredamos el resto, con el vino. Mi familia política nunca la entenderá porque en su mesa había refrescos y eso es como hablar con personas de otra religión. En mi casa una buena botella y buena conversación van de la mano y en público, como un matrimonio que perdió el miedo. Y cuando llegas a una casa de invitado, toca la puerta con los pies, porque en tu mano debe haber vino para regalar.

Cuarto: Yo pienso (más de lo que piensan)

Mamá y su lado. Mi esposa, desde su privilegio de vivir ligera, me reclama: “¡Amor, pero deja de clavarte!”, en frase peruanísima. Donde yo nací, “clavarse” es “quedarse en”, pensando, dando vueltas, descifrando, maquinando, resolviendo o, por qué no, complicando más. Mi abuelo se refería a mí como “el rumiante” porque masticaba mil veces lo que me decían y lo que me pasaba. Ese mismo abuelo que dijo: “Cuánto menos hubiera sufrido yo si hubiese sido bruto”. Mi mamá se preocupa y se ocupa de todo. Sufre del mismo insomnio que aqueja únicamente a su lado de la familia, que la levanta por las noches en esas horas en que, según ella, sobre todo se piensa en cosas feas. La renta, el trabajo, mi hijo, su escuela, las deudas, mi abuela y mi papá, la visa y el pasaporte, los pendientes, el impacto social, México y Perú, la paz mundial, el hambre y la miseria, y todo lo demás. Sepan todos los que pueden dormir: si pueden hacerlo es porque hay otros, como yo, que les guardan el sueño.

No hay quinto malo: Yo peleo

Papá, mamá y todos, en realidad. No peleamos a lo bestia, no nos gusta la violencia. Peleamos por lo que creemos y creer fundamentalmente en algo, te lo dice este ateo, no es fácil. Mamá fue maestra, papá practica una rama de la medicina que no busca reflectores, mi hermana es psicóloga. En una sesión de psicoanálisis tuve la epifanía de haber sido criado por personas de vocación sin yo tener una clara. Peleamos por nuestra vocación, peleamos por nuestra pasión. Peleamos contra el cáncer y el alcoholismo, peleamos por la familia y los amigos. Peleamos por dedicar nuestra vida a las cosas que importan, porque los niños sigan siendo niños y porque los abuelos estén tranquilos y felices. Peleamos contra nuestros demonios y los de otros. Peleamos de local y de visitante, sonriendo y llorando, no para que nuestros hijos no tengan que hacerlo sino para demostrar que no hay otra forma de vivir que yo peleo, luego existo.

En esto de criar lejos de casa, no me queda otra que ser todos ellos y todas ellas para mi hijo. Sin dejar de ser su papá, ser también sus abuelos y bisabuelas, o canalizarlos de vez en cuando, cuando el contexto lo amerite. Hacerles preguntas a mis abuelos sobre mis papás y a mis papás sobre mis abuelos ha sido enormemente enriquecedor para mí. Entendí más de la vida en esas conversaciones que en cualquier universidad, museo o teatro.

Se fueron tres y queda una con la que hablo todas las semanas. Mañana podría no estar. Ella o yo. Pero cuando nos vamos, dejamos huella ¿o no?

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Rodrigo Dyer

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