Cargan muchos kilos de material reciclable en las espaldas, pero reciben poco a cambio. Son mujeres bolivianas que ayudan a cuidar el medioambiente desde la madrugada hasta el anochecer, y también buscan reconocimiento social y laboral. Para luchar por sus derechos se han unido en una asociación llamada EcoRecicladoras de La Paz.
Los habitantes de La Paz, el centro político de Bolivia, caminan apresurados y casi sin reparar en mujeres de diferentes edades que silenciosamente abren pesadas tapas de contenedores municipales de basura, situados en las calles, tan enormes que superan su estatura.
Usan una herramienta fabricada por ellas que es una especie de gancho con extensión de madera para escarbar entre los deshechos depositados sin orden, tratando de evitar cortes accidentales por restos de vidrios rotos, en busca de envases de plástico, papel, cartones o latas de aluminio.
La gente pasa por estos espacios localizados en avenidas y plazas casi sin dirigirles la mirada, y a veces esquivándolas. Las recicladoras sienten esa indiferencia y hasta rechazo, pero se sobreponen con el valor logrado a lo largo de años y generaciones para convencerse que tienen un oficio digno.
“Las personas nos dicen ‘cochinas’, nos humillan y no podemos decir nunca nada”, relata Rosario Ramos, una adolescente de 16 años que acompaña a su madre, Valeriana Chacolla, de 58 años, en la recolección de residuos reciclables.
Un estudio del Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre mujeres trabajadoras por cuenta propia en el país, describe su perfil como “de origen indígena, adultas y con educación primaria. Un 70% de ellas, además participa en actividades vinculadas al comercio, mientras que un 16% lo hace en la industria manufacturera”.
De una población total de 12.2 millones de habitantes proyectada por el estatal Instituto Nacional de Estadística para el año 2022, 5.9 millones son mujeres. En La Paz residen 1.53 millones.
Del total de la población de este país andino, 41% se autodefinió como indígena en el último censo, mientras que según los últimos datos oficiales disponibles 26% de los habitantes urbanos viven en pobreza moderada y 7.2% en pobreza extrema, el sector que incluye mayoritariamente a las recicladoras informales.
La noche de La Paz en el invierno austral de este mes de julio hace invisible al grupo de mujeres que se reúne alrededor de los contenedores ubicados en una esquina de la Plaza Avaroa, en la zona de Sopocachi, un lugar donde los edificios residenciales y de oficinas públicas se reparten espacios con otros de la banca, los servicios y los supermercados.
El lugar es adecuado para la recolección y en los contenedores pueden hallarse hojas de papel, periódicos, plásticos y envases de aluminio. Aunque el volumen de desechos es grande, cada una de las recolectoras no consiguió más de uno o dos kilogramos en una de las jornadas en que IPS acompañó a diferentes grupos de ellas en su labor.
El silencio se rompe en algunas ocasiones cuando aparecen obreros asalariados de la limpieza municipal que echan del lugar a las mujeres, porque también compiten por obtener materiales que luego venden a los acopiadores. Es el momento en que la basura cobra valor.
Esa es una de las varias razones que las obligaron a integrarse en una asociación llamada EcoRecicladoras de La Paz. “No hay trabajo para nosotras y cuando nos organizamos nos escuchan”, explica María Martínez, de 50 años, la secretaria de actas de los 45 asociados, donde también hay algunos hombres.
En Bolivia los residuos no se dividen entre reusables o no en los hogares u oficinas, sino que es una tarea realizada por acopiadores privados, a los que nutren recicladores informales como las EcoRecicladoras.
Con el pelo tendiendo a canoso, Martínez justifica su infaltable presencia en el lugar cada anochecer. “Era empleada doméstica hasta los 30 años. Cuando nació mi hija no conseguía trabajo. Recogía botellas de plástico, ropa, zapatos y vendía a las fábricas, pero aparecieron los acopiadores que compran a bajo precio”, se queja.
Entre la recolección y la venta final pueden transcurrir unos tres meses. Martínez recoge los materiales, carga a las espaldas unos siete kilogramos, recorre a pie unos tres kilómetros y almacena pacientemente hasta acumular una cantidad apreciable antes de ofertar al mayorista.
“Durante un año reuní 200 kilogramos de chatarra y vendí por 150 bolivianos (unos 20 dólares)”, recuerda. Las empresas recolectoras quieren comprar por toneladas, explica mientras sonríe porque ese volumen les resulta a todas inalcanzable.
La dirigente representa a la segunda generación de recolectoras. A su madre, Leonor Colque, le faltan dos años para ser una octogenaria trabajadora y lleva 40 años recorriendo calles y botaderos de basura. Sobre sus espaldas lleva una tela en la que carga unos cuantos papeles y algún residuo de plástico.
“Que se dediquen a estudiar porque este trabajo no es para jovencitas”, recomienda en tono de tristeza porque no pudo lograr su objetivo de enviar a una de sus hijas a un centro de formación de educadores.
Con 58 años, Chacolla es, como casi todas las mujeres recolectoras, una jefa de hogar. Su esposo, un exconductor de transporte público, dejó de trabajar afectado por problemas de salud y ocasionalmente hace tareas como soldador, fabricante de puertas o albañil.
En cada jornada de recolección es acompañada por su hija, Rosario, la joven que explica y amplía lo que su madre dice, al reclamar un cambio de actitud de los ciudadanos hacia ellas y respeto por la labor que realizan. Todas, como parte de su dignificación, remarcan que manejan residuos reciclables y no basura.
“Ando con el Señor en el corazón, Él siempre me ayuda”, asegura Angélica Yana que a sus 63 años desafía los peligros de la madrugada en la zona de Achachicala, en la periferia pacense, a cinco kilómetros al norte de la ciudad.
“Nunca me pasó nada”, dice la mujer que abandona su hogar a las tres de la madrugada y busca el sustento para apoyar a un hijo que ofrece servicios de albañilería de acabado fino, y a su esposo afectado por una enfermedad.
A sus 70 años, Alberta Caisana relata que fue agredida por obreros de la limpieza municipal mientras buscaba objetos reciclables. Ahora porta una credencial emitida por la Dirección de Prevención y Control Ambiental del Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, y viste como todas un chaleco de trabajo donado por agencias de cooperación de los gobiernos de Suecia y Suiza.
Deposita su confianza en la ropa que la distingue y la tarjeta de identificación como símbolos de protección ante la indiferencia de la gente y las agresiones de funcionarios locales.
Madre de una niña y jefa de hogar, Anahí Lovera, frustró su deseo de continuar estudios universitarios, y a sus 32 años combina la recolección de botellas de plástico con la ayuda en diferentes tareas de la construcción de viviendas.
Otras, cuentan, venden ropa y otros objetos que recuperan en ferias populares, como la famosa de la Villa 16 de Julio de la colindante ciudad de El Alto, donde se comercian objetos usados y nuevos en una extensión de dos kilómetros a la redonda.
La tarea de Lovera aparenta no tener contratiempos, pero ella y otras de sus compañeras describen el momento de enfrentar al comprador. Entregan un volumen y peso exacto de productos y el comprador declara un peso menor con el fin de disminuir el pago.
“Este sector no es percibido por la sociedad, sobre todo por trabajar con los residuos, es decir con lo que la sociedad desecha; por tanto su trabajo es ‘desvalorado’”, comentó a IPS la coordinadora de Redcicla Bolivia-Reciclaje Inclusivo, Bárbara Giavarini.
Un signo de reconocimiento de la población a las “recicladoras de base”, como se autodenominan, podría traducirse en una entrega directa y clasificada de los residuos y facilite de alguna manera el trabajo de las mujeres, explica.
Redcicla, una plataforma que impulsa el tratamiento integral de los residuos, ayuda desde 2017 a organizarlas y difundir su labor, mientras promueve la entrega de residuos de los ciudadanos a las “recicladoras de base” y trabaja por el reconocimiento a un trabajo digno.
La presidenta de Ecorecicladoras de La Paz, Sofía Quispe, apoya esta idea de obtener la ayuda de los vecinos en la clasificación de materiales y entregarlas a sus afiliadas, en lugar de echarlas a los contenedores donde se mezclan con productos que impiden el reciclaje posterior.
Quispe es una mujer de 42 años y madre de tres hijos. De precaria condición económica, como casi todas sus compañeras, recorre unos dos kilómetros a pie en busca de los contenedores, ataviada con un sombrero de ala ancha y pollera (falda indígena).
En la noche que IPS la acompañó no encontró el contenedor que habitualmente estaba en la avenida 6 de Agosto, probablemente porque fue retirado y llevado a otro punto de la ciudad.
Detrás de su imagen humilde, hay una costurera calificada que trabajó en pequeñas fábricas familiares instaladas en la brasileña ciudad de São Paulo. A su retorno por una enfermedad, no pudo reunir el dinero necesario para comprar una máquina y materia prima.
También le desalentó la falta de interés de los ciudadanos por comprar una prenda hecha en Bolivia, y preferir la ropa que se importa de contrabando y a bajos precios.
Leonarda Chávez, otra jefa de familia de 72 años, que tiene como seguidoras de su tarea diaria a su hija Carla Chávez (42) y a su nieta Maya Muga Chávez (25), puede sentir satisfacción porque puede ver completado su sueño.
Este mismo mes de julio su nieta obtuvo un diploma en Responsabilidad Social Empresarial, con el que completó un ciclo de formación universitaria que se suma a las carreras de ingeniería comercial y administración de empresas, en un país donde los estudios profesionales no siempre aseguran buenos empleos.
Entre la oscuridad y los objetos descartados por la gente, también se tejen esperanzas. Rosario Ramos recogió las lecciones del esforzado trabajo y creó su propia meta: “estudiaré robótica avanzada y ensamblaje de prótesis”, relata con una seguridad que quiebra las historias de aflicción del grupo.
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