De cuando las quesadillas tampoco llevaban queso

12/03/2021
Por Luis Téllez Tejeda (Naucalpan, México, 1983)

Una reflexión sobre el arte de las quesadillas (y, de paso, otros antojitos). Con queso, sin queso, con distintos tipos de masas y de salsas, con infinidad de guisados… a todos nos han marcado.

“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas…”

Alberto Tejada y César Isella

Antes de que la denominación y definición de la quesadilla fuera un acre motivo de discusión entre los chilangos y los habitantes de otros estados del país; mucho antes, incluso, de que los chilangos nos sintiéramos cómodos con ese gentilicio de génesis incierto; en las antojerías, especialmente en las cenadurías, que pueblan las colonias de raigambre popular a lo largo y ancho de la Ciudad de México, las quesadillas se rellenaban ya de diversos guisados, pudiendo llevar o no queso.

Siendo nuestra capital la amalgama de orígenes que es, la gastronomía de la urbe está en constante cambio, tomando de quienes llegan de otros lados a poblarla ingredientes, procesos de preparación y recetas. El antojito no escapa a ese proceso permanente de transformación, en el que se incorporan unos elementos y se pierden otros.

Es posible atinar la procedencia de la dueña de una antojería o de un comal de esquina por la variedad de productos que ofrece y por la manera de prepararlos. Los puestos que ofrecen quesadillas de tortilla de masa verde y tlacoyos de frijol, requesón y habas son la variante, quizá, más defeña –perdón el anacronismo– de esta diversidad. La forma de hacer la masa, de calentar las tortillas sin grasa, la receta de la salsa verde cruda, además de la inclusión de hongos, huitlacoche, quintoniles, cenizos y otros quelites de temporada entre sus opciones de relleno, delatan una tradición culinaria del Valle de México.

Los antojitos de estos comales son para almorzar o comer si acaso el culmen de su actividad se da al mediodía, cuando burócratas, repartidores, estudiantes y vecinos acuden por el tentempié que alivie las horas que pasan entre un mal desayuno –¿quién puede desayunar bien en la ciudad de las prisas?– y la hora de la comida. Puede que cada puesto destaque por alguno de los guisados, por los complementos que les agregan a los tlacoyos, por tener sopes, pambazos o quizá tacos de bistec y longaniza (sin duda son un gran piscolabis), mas podríamos decir que se trata de la oferta más o menos genérica que se puede encontrar en cualquier sitio de la urbe, especialmente en las zonas con alta densidad de oficinas y fábricas.

Con el ocaso, las calles de la capital comienzan a despedir el aroma de una variedad más amplia de antojitos que, aunque en esencia llevan los mismos ingredientes básicos que las quesadillas y los tlacoyos del comal banquetero, su producción y consumo se rigen más por la gula que por la refacción. El tentempié diurno se convierte, entonces, en la fritanga nocturna.

Y es que el ritmo de la antojería de noche –de local o de banqueta– es distinto al comal del mediodía: la prisa se pausa, el Boing de mango bien frío sirve de aperitivo en lo que se repasa el menú y se anota la orden en un pedazo de papel de estraza, se saluda a los vecinos y se mima con la voz al perrito que ha sido amarrado al teléfono público mientras sus dueños se refinan una tostada de pata en vinagreta.

La noche convoca a la grasa. Las quesadillas se fríen, la masa se cruje y ese sonido hace la competencia a los jingles del programa de concurso que la televisión sobre el refrigerador de la Pepsi avienta, sin que nadie repare en él. La escena puede resultar común, pero el sabor de las quesadillas, sopes, flautas, pambazos y tostadas, ése sí es único. La garnacha nocturna delata, en sus detalles, el origen de la cocinera que los prepara.

Por lo general, la quesadilla nocturna es frita. La cocción de su tortilla se hace sumergiéndola, una vez rellenada, en un recipiente rebosante de aceite hirviendo. Si el porcentaje de harina de trigo en la masa es superior al de harina de maíz y las quesadillas son más bien pequeñas, es muy probable que nos encontremos frente a una herencia del Bajío, quizá incluso hasta del norte del país; familias que durante décadas han asimilado la comida del Anáhuac y que ofrecen quesadillas sin queso pero con una masa con más trigo, e incluyen rellenos como jamón y carne deshebrada guisada con chiles secos. En estos locales es raro que la carta incluya flautas, pambazos y sopes, y algunos rellenos para las quesadillas como el chicharrón prensado, la pancita y las papas con chorizo no están entre sus opciones. Más empanadas que quesadillas, podría pensarse, pero la definición de la quesadilla, en los límites geográficos de la Ciudad de México, es dinámica, flexible y amplia.

Una delicia, sí, pero en lo personal prefiero las cenadurías cuyas dueñas ascienden de familias poblanas y veracruzanas, de segunda o tercera generación chilanga, que le ponen a la masa de maíz solo la harina de trigo necesaria para que sea maleable y elástica al momento de hacer la tortilla y rellenarla en crudo. Quesadillas muy cercanas al molote angelopolitano por el tamaño, por la consistencia de la masa y los guisados con que se rellenan: tinga de puerco, res deshebrada, rajas con queso, hongos, pancita guisada, chicharrón prensado, huitlacoche, requesón, papa y, también, queso. Además de la chilanguísima salsa verde, las quesadillas pueden llevar salsa de chile pasilla o un guacamole muy ligero, picosísimo como campo de chile habanero. De unos lustros para acá, en varias de estas antojerías se ha adoptado la costumbre de los estados del sur del país de “preparar” las quesadillas; así, antes de llevarlas a la mesa, se abren transversalmente y se les agrega lechuga picada, crema y queso –porque una quesadilla puede no ser de queso, pero si va “preparada” lleva queso, cómo no.

Cuando era niño, dos cosas me gustaban de acompañar a mi papá al aeropuerto: las donas que vendían en el Wings de llegadas nacionales –que hace muchísimo dejaron de hacer– y pasar por quesadillas a Popotla. De regreso a casa, mi mamá tomaba el Circuito Interior y en el camino se atravesaba el rumbo del Plan Sexenal, su rumbo de infancia. Detenía el coche en Mar de Java, frente a un pequeño anexo con gabinetes de madera y un tapanco al que subíamos para sentarnos y esperar nuestras quesadillas. Las mejores que he probado. Jean Paul Richter decía que la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados; todos hemos sido desterrados de ese Edén cuando nuestras papilas gustativas dejan de recordar los sabores que nos fueron configurando.

Una noche, sin más ni más, dejaron de abrir los locales en donde aprendimos a comer, a distinguir entre rajas de cuaresmeño y de poblano, donde supimos que los pambazos llevan salsa verde para equilibrar los sabores con su acidez, donde –a la mala– nos hicimos hábiles para cortar la hebra del queso fundido para no sentir esa sensación de ahogamiento al intentar pasárnosla… Y entonces la vida se vuelve una incansable búsqueda por encontrar el sitio al que se ha de retornar para tener la seguridad de haber vivido lo vivido.

Soy un fiel seguidor de las quesadillas de Martha, en la Iglesia de La Piedad; devoto de la quesadilla de panza y la de picadillo de Antojitos Uxmal; siempre pido de queso y de tinga con La Güera, en Eje Central y Ángel del Campo; de jamón y de carne molida en María Isabel, en Polanco; con Karlita, en la Escuadrón 201, pido de papa y de chicharrón prensado preparadas… Quesadillas de las de antes, todas, en algún punto del paladar me llevan a aquel tapanco a media cuadra de la México-Tacuba, pero acaban sin ser esas pequeñas quesadillas a las que había que hacerles un pellizco en una de las puntas para que entrara el aire y las enfriara un poco antes de comenzar a comerlas. Quesadillas que nunca le pidieron permiso a nadie para no llevar queso.

Luis Téllez Tejeda (Naucalpan, México, 1983)

Es escritor; ha publicado poesía, crónica, ensayo y varia invención. Imparte talleres de creación literaria y desarrolla guiones para televisión.

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