Shelsy Ceballos dedica unas líneas a la CDMX dejando un trozo de su alma en ellas: teje un peculiar homenaje a esta capital que, así como enamora, mata poco a poco.
Oh, bendito universo. Cómo asusta estar sola.
Fluir entre pavimentos desgatados, sentir cómo el alma se me va entre las grietas de las esquinas. La Ciudad de México no es para todos; un gusto adquirido entre los no nativos. ¿Cómo acostumbrarse a eso que te hace daño? La capital es tóxica e inmersiva, como el azúcar o el abrazo de mi madre.
Cuando camino por estas calles me siento sola. Moribunda, a veces incluso muerta. No siento cuando nado entre estas corrientes violentas, mis piernas no responden ante los vientos que amenazan con destrozarme los huesos; el aturdimiento del metro, el choque de cuerpos en la hora pico, o los sonidos de los carros, los aromas de los tacos de la esquina, invisibles ante mis sentidos entumecidos.
Vivo en una ciudad marchita, una ciudad agonizante. Se veía más hermosa desde lejos, cuando solo la podía admirar y no tocar, cuando los edificios parecían gigantes e invencibles, y la gente dioses de otro mundo, santos tocados por la mano de Dios, bendecidos.
Ahora sé que no es verdad, me he enamorado de la idea que tenía de este lugar, pero aún lo quiero. Todavía añoro esta idea de conquistar el cementerio de sueños en el que esta urbe se ha convertido. De desenterrar el mío de su ataúd y resucitarlo a bocanadas y golpes de pecho.
–Pero son míos –me diría la asesina–. Los he comido y enterrado.
No hubo velorio apropiado. No hubo ni llanto, ni tamales, ni mariachi. Los sueños desaparecieron un día, se esfumaron como si nunca hubieran existido. No había cadáver, tampoco huesos o cenizas; y sin ellos no había pruebas de su existencia, ni mero recuerdo de su paso por esta tierra.
La capital te hace eso. Te desecha, te deshace y te aprieta entre sus callejones sin salida y sus días grises y nublados. Se alimenta de sueños y en las noches se transforma en un ser agresivo y desesperado por reclamar existencias.
Creo que eso es lo que la hace tan especial. Que no puedo olvidarla, ni dejar de beberla o fumarla. Que está tatuada debajo de mi piel, y el corazón me late al ritmo de sus semáforos en rojo. Me jala del cabello y me arrastra por la ropa este sentimiento de vivir por ella.
Lamento el día en que me hiciste tuya, Ciudad de México, el día en que me di cuenta de que cada vez que salgo todo me es familiar y al mismo tiempo extraño. Cada vez que camino rodeada de gente la soledad me embarga y, sin embargo, noto que siempre estás ahí, a mi lado, latente. Tu presencia atormentándome y tus viejas construcciones persiguiéndome…
Maldito sea el día en que comprendí que te amo, ciudad asesina, porque incluso si me lo has quitado todo y todo lo que sé de ti es invención mía, sigo pensando que el tenerte alrededor de mí es suficiente.
Cuando mi padre me regaló mi primer libro a los seis años, decidí que la escritura sería a lo que me dedicaría toda la vida. A los 17, mi propósito sigue infalible.
Una reflexión sobre el arte de las quesadillas (y, de paso, otros antojitos). Con queso, sin queso, con distintos tipos de masas y de salsas, con infinidad de guisados… a todos nos han marcado.
Las cosas en la ciudad han cambiado drásticamente; basta con recorrerla para darse cuenta. Sin embargo, entre quesosas rebanadas, seguimos y seguiremos compartiendo historias, deseando que duren un poquito más…
Dicen que todas las historias de amor tienen lo suyo, para bien o para mal. Por eso Alexis Patiño nos trae un cuento que, si bien desde el inicio sabemos que acabará mal, nos deja un saborcito bien especial.