Pues se fue Donald Trump. Muy a su pesar, haciendo un berrinchazo, pero se fue. Y la escena, al menos en los medios de comunicación que yo revisé, se narró de manera muy parecida a ese momento de La bella durmiente cuando el príncipe mata a Maléfica y se rompe el hechizo: el reino que despierta después de años de letargo, los reyes que se ven felices de que se haya terminado el mal sueño, la princesa y el príncipe, enamorados y llenos de ilusión. Todos felices y comiendo perdices.
Pero la vida, odio ser yo quien se los diga, no es como los cuentos de hadas, donde se distingue bien a los buenos de los malos, los dioses nunca dejan de estar a la altura de las circunstancias, y siempre triunfan los más pequeños, los más valientes y los más nobles. Parte del encanto de los cuentos tradicionales es que a pesar de que contienen elementos terribles, al final siempre nos dejan con la tranquilidad de que la maldad se acaba con el villano; ahí, cuando el malo se va o se muere, se acaban todos los problemas. En los cuentos, la enemistad, la mezquindad y el odio son cosas que ocurren de vez en cuando, que alteran la vida de los personajes, pero que sólo están ahí un momento y, después de una serie de peripecias, desaparecen del todo, dejando a los protagonistas mucho más fuertes, confiados en que han cumplido su destino y han vencido.
Así no es la vida, lo sabemos. A estas alturas, los seres humanos hemos aprendido a la mala que, si acaso, la vida se parece más a esas películas de Chucky en que, una vez que los protagonistas ya se sienten muy tranquilos, y están merendando churros con chocolate y riéndose como si fueran simpáticos, ¡mocos!, la cámara hace un acercamiento y aparece la terrible peluca roja y el overolito azul del muñeco diabólico. Y una ya sabe que esa calma y esos churros son apenas un respiro momentáneo, y que ahí viene una secuela donde Chucky reaparecerá más terrorífico que nunca.
Y, con todo, tampoco es que esa fantasía sea tan cierta. De hecho, es eso: una fantasía. Nos aferramos a la idea de que hay seres eminentemente malos a cuya presencia debemos todos los infortunios que puedan caer sobre nosotros. Todo lo malo que nos pasa es culpa de tal o cual personaje maligno, y basta con correrlo, o vencerlo, para que la vida vuelva a ser color de rosa y podamos dar por terminado el cuento. Bueno, hasta hay quien piensa —como algunos periodistas y opinones de la tele— que todo es cosa de acabar con el malvado, o la malvada, para que el pueblo entero despierte de su letargo, se talle los ojos y caiga en cuenta de su tremendo error, así de fácil, como por arte de magia.
Lo creemos, o lo queremos creer, porque un razonamiento así es más fácil de entender, de estructurar, y hasta de vender, que la verdad. El asunto es mucho más complejo: si alguien como Donald Trump pudo convencer a tantas personas de votar por él en 2016 y 2020, fue porque algo en su discurso y su propuesta resonó en las cabezas y los corazones de un montón de votantes. No; entender algo así implica ponerse en el lugar del otro y eso es muy complicado y exige una flexibilidad emocional que no está muy de moda en estos tiempos; tanto más sencillo pensar que esas personas están hechizadas, que las tienen compradas, que han sido víctimas de un engaño y que pronto verán la luz.
(¿Les suena conocido? Caray, qué casualidad.)
Un pensamiento así puede ser fácil, o tranquilizador, porque los malvados serán muy malvados, pero tienen la facultad de hacernos sentir muy buenas personas, y eso siempre viene muy bien; mucho mejor pensar que somos el héroe y no uno de los que se dejó engañar. Pero en el fondo, sabemos que no hay magia de por medio, que nada bueno puede salir de borrar de un brochazo a medio país y decir “están posesos”, y pensar que con un buen espadazo al dragón se acaban los problemas. Eso está bien para los cuentos, pero no para la vida de un país.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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