Misericordia

Hace algunas semanas se murió mi tía Carmen. Era mi tía abuela y se murió a los 99, y
el hecho no me entristece por sí mismo, porque tuvo una existencia más que cumplida,
sino porque algo de un mundo que existía, en el que crecimos, en el que fuimos niños
nosotros y hasta nuestros padres, se fue con ella y ya no existe más.
Y, sin embargo, ese mundo se resiste a irse. Escribe Jaime Sabines, en Algo sobre la
muerte del mayor Sabines, que “morirse es estar en todas partes, en secreto”, y algo así
parece que sucede ahora no sólo con Carmelita, como le decían, sino con todo ese
mundo que poblaban ella y sus hermanos, y sus hijos que ya no están. Estos días han
sido de pensar en ese mundo, en Carmelita, y en sus enseñanzas. De recordar que, a
pesar de que podía ser durísima y podía aparentar que no era capaz de conmoverse
ante nada, era una mujer buena, una maestra dedicada y una persona que, sobre todo,
pensaba y decía que “darle a un ser humano confianza en sí mismo es una obra de
misericordia”.
Esta frase, que podría haber sido pronunciada en una enorme variedad de contextos,
me la dijo mi tía Carmen un veinticinco de diciembre mientras contemplábamos la
interminable fila de parientes que esperaban turno para servirse romeritos.
Estábamos hablando sobre educación, seguro. Siempre estábamos hablando sobre
educación, porque ella había estudiado Pedagogía como segunda carrera (la primera fue
Biología, creo, o Química). Salvo un día en que la plática se desvió muy raro y
terminamos hablando sobre aquella vez en que fue con su mamá, mi bisabuela, a ver a
su padre confesor, para consultarle si era o no pertinente que Carmelita atendiera las
exigencias de su entrenador de volibol de presentarse a la práctica en shorts (el padre
dijo que, puesto que para las clases de natación había que ponerse traje, para el volibol
había que ponerse shorts, por más que a su mamá le pareciera un atropello a la
decencia). Estábamos hablando sobre educación, pues, y me contó de sus alumnos del
CCH; les hace falta tanto, decía, tienen tantas carencias, pero por eso me gusta trabajar
con ellos, para echarles la mano.
No sé cuándo habrá sido eso. Si hace diez años, o quince, o más. Todavía estaba en el
mundo, y ahí mismo, en los romeritos, estaba también mi tío Javier, su hermano, y aún
se peleaban como los niños malcriados que algún día fueron. Hace muchos años, pues,

pero a mí no se me olvida; lo tengo presente siempre. Es de esas frases, como ciertos
versos o pasajes del Evangelio, que te echas en el bolsillo por si se ofrecen y te pasas la
vida dándoles vueltas y volviendo a ellas.
La tía Carmen y yo nos vimos relativamente poco. Casi siempre en Navidades, entre las
fiestas, las misas de gallo que oficiaba uno de sus hermanos y los romeritos del día
veinticinco. Pero cada vez nos veíamos con gusto y platicábamos. A mí me admiraba a
partes iguales que me hablara como si yo importara, y que siempre llevaba el peinado
perfecto. Y que jugara tenis hasta los ochenta años, y que me diera detalles de todo.
Después, cuando empecé a publicar, se volvió mi lectora voraz y le torció la mano a los
del club de lectura de su asilo para que leyeran mis libros, y para que organizaran
excursiones para ver la película. Era incansable.
Cumplió con su palabra. Predicó con el ejemplo. Me dio confianza en mí misma, me
mostró su fe, me enseñó cómo se hacía. Y hoy lo practico. Y hoy, en honor de
Carmelita, se los comparto. Porque misericordia quiere decir, etimológicamente,
“apiadarse con el corazón”, y porque creo que mejor estaríamos si aprendiéramos a
apiadarnos con el corazón unos de los otros, y a estar presentes en la vida de quienes
tenemos al lado, diciéndoles que hacen las cosas bien, que su presencia hace que nuestra
vida sea mejor, y que independientemente de por quién voten, los reconocemos como
hermanos, como conciudadanos y como nuestros. Darle a un ser humano confianza en
sí mismo es una obra de misericordia.