El error, como el dolor, tiene muy mala reputación. Desde nuestras edades más tempranas es altamente probable que nos hayan advertido en su contra, nos hayan dicho que hay que poner mucho cuidado para no equivocarnos, y que debemos hacer todo lo posible para no sentir dolor, porque ambos son igualmente indeseables y deben ser combatidos a toda costa. Poco, muy poco, llegamos a escuchar sobre las bondades que traen consigo, y muchísimo menos sobre las terribles consecuencias que pueden caer sobre nosotros si los damos por inexistentes.
En el caso del dolor, pasar por alto la función que cumple en nuestra vida diaria —alertar de un desarreglo físico, mental o emocional— y creernos la narrativa de las farmacéuticas de que quien siente dolor es porque es tonto o masoquista, de que es nuestro derecho no sentir nunca ningún tipo de dolor, equivale a ponerse en sus manos y entregarse al consumo indiscriminado de analgésicos y antidepresivos, con los consabidos desarreglos sociales e individuales que eso implica; no hay que olvidar que esta forma de concebir el dolor ha traído consigo una crisis de adicciones de tal magnitud que, en un par de décadas, ha logrado disminuir la esperanza de vida de sociedades enteras y dejar a los ciudadanos inermes frente a una empresa criminal poderosísima que cuenta en su nómina y da órdenes a gobiernos, ejércitos y todo tipo de poderes. Por no hacernos a la idea de que el dolor, cuando es tolerable, sirve como indicador y brújula, y como tal debe usarse, hoy no somos capaces de sentir las emociones y las punzadas como vienen y encontrarles un remedio que no pase por la farmacia.
Y con el error pasa algo más o menos parecido. “¡Ay, ya te equivocaste!”, nos dicen, con voz de tragedia, cada vez que tachamos en una hoja o damos vuelta en una calle que no era; “no, ¡así no es!”, escuchamos cuando ponemos en una receta la especia que no va, o dejamos las plantas anegadas o, por el contrario, muertas de sed. Hay que hacerlo todo con cuidado para no equivocarse, nos dicen, hazlo bien para que salga parejito. La sociedad en que vivimos eleva monumentos a la uniformidad y a la perfección mientras que reacciona excesivamente a lo distinto, instando a que los seres humanos, diversos y caóticos como somos, nos parezcamos cada vez más a las máquinas, esos entes que inventamos para garantizar que se hiciera todo igual y siempre sin error.
Cuando eso no sólo va en contra de nuestra esencia misma, de lo que nos hace humanos, sino que nos quita el ímpetu de tomar riesgos, de aventurarnos y de probar algo nuevo. Las máquinas no se equivocan, porque no se distraen con el resultado de un partido que dijeron en la radio, o con alguien que pasó y contó un chiste malo pero simpático; las máquinas no amanecen chípiles, ni se aburren de hacer una tarea y la dejan a la mitad; eso lo hacemos los humanos, y eso nos garantiza que seguimos siendo quienes somos, y que todavía no nos tomen por asalto los robots.
En el error es donde está el aprendizaje. Esto, que se sabe muy bien desde la ciencia, se olvida en la vida diaria. Se habla hasta la náusea de eso que en mal español llamamos “la zona de confort”, cuando lo que queremos decir en realidad es que donde hay comodidad no hay riesgo, y donde no hay riesgo (controlado, útil, sensato) no hay aprendizaje. En lugar de decir “ni lo intentes, porque no sabes y no te va a salir”, mejor acompañarnos en la aventura, documentar, pensar, evaluar entre todos y volverlo a intentar. Ahora que acaba de pasar el un poco cursi y un mucho mercantil “Día del niño”, no es mala idea revisar el lugar que le damos al error, al aprendizaje, al dolor y al riesgo en la interacción con quienes dependen de nosotros para que les modelemos el mundo. Mejor que enseñarles a ser perfectos, y a no equivocarse, trabajemos, yo digo, en aprovechar los errores y en hacer del error lo que realmente puede ser: un arte.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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