No nos gusta el disenso. Es muy incómodo; nos saca ronchas, nos da gastritis. Y es que tenemos la idea —falaz— de que la convivencia humana óptima consiste en sentarnos, intercambiar una o dos frases más o menos inanes y, al final, estar todos de acuerdo.
“¡Qué bien se llevan!”, decimos de una familia, “¡nunca discuten!”. Y pensamos en ellos tal vez hasta con envidia.
Sin embargo, por más que digamos que es lo ideal, en el fondo no nos lo acabamos de creer del todo. Porque, en realidad, si revisamos un poco nuestra experiencia, una familia así no es normal, ni, si me apuran, deseable: lo normal es que las familias, los grupos humanos en general, tengan opiniones distintas, vean la vida de distintas formas, se aproximen a los sucesos desde distintos ángulos, según su propia experiencia y sus propios conocimientos. Visto así, lo normal termina siendo el disenso, la divergencia, la distinción de mi opinión frente a la opinión del otro.
Pero eso, insisto, saca ronchas. Porque pensamos que “lo aceptable” socialmente es no disentir, es decir que sí, que claro, aunque no estemos de acuerdo. Más todavía si se tiene un lugar bajo en la escala jerárquica: “los niños se ven, pero no se oyen”; las mujeres “calladitas se ven más bonitas”, porque ¿qué es eso de andar dejando claro que una no está de acuerdo? Es, francamente, una provocación y una grosería que no tiene ningún lugar en la buena sociedad.
Aunque podríamos decir que para que una sociedad sea buena, en el sentido de que sea virtuosa y encaminada a hacer crecer a todos sus integrantes, no buena en el sentido de que todos nos limitemos a sonreír y quedarnos calladitos mientras nos pasan por encima, es necesario el conflicto y es indispensable el disenso. Porque ¿qué nos hace crecer más, y de mejor manera, rodearnos de personas que, por miedo, por apatía o por algún interés, nos dan la razón en todo, o estar en contacto con seres que tienen opiniones distintas a las nuestras, y que piensan que su obligación es hacernos ver de buena forma nuestros errores? La respuesta correcta, lo adelanto para que no quede duda, es la segunda opción: el crecimiento, social y personal, sólo puede darse en el conflicto y en el disenso; en ese sentido, quien nos obliga a cuestionar y fortalecer nuestras opiniones nos ayuda a crecer más que quienes nos dicen que sí a todo.
No en balde hemos dotado a nuestro vocabulario de frases como “dar el avión” o “tirar de a loco”, y las proferimos con justa indignación: cuando decimos de alguien que “nos dio el avión”, nos referimos a que no se comprometió lo suficiente con nuestras ideas u opiniones como para elaborar una respuesta en el mismo tono; simplemente, fingió estar de acuerdo, o rehuyó la discusión, y eso nos molesta. ¿Por qué? Porque si bien el disenso nos incomoda, la respuesta condescendiente, el que nos tiren de a locos, le resta importancia a nuestra opinión y eso, justificadamente, nos desquicia, porque quiere decir que no somos merecedores de que se discuta con nosotros, o que nuestras ideas no son lo suficientemente filosas como para ameritar un análisis detallado y una respuesta seria.
Por eso no debemos huir del disenso, ni nos debe dar susto la discusión, porque solo así se construye una sociedad democrática, donde se tomen en cuenta las opiniones y las posturas de todos. Eso sí, debemos aprender a discutir y a disentir, porque con frecuencia se equipara la discusión con la violencia, y si hay violencia involucrada, ahí no hay discusión, sino abuso; para que el conflicto construya deben seguirse reglas: no se trata de ver quién grita más fuerte, ni de encerrarnos en burbujas donde sólo tengan voz quienes comparten nuestra opinión; se trata de dialogar, de hablar por turnos, de preguntar, de ahondar y de admitir que puedo estar equivocada, o que simplemente mi experiencia está incompleta, y puedo complementarla con la del otro. No es tan cómodo, pero es mucho más interesante.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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