Según María Ressa, la periodista filipina ganadora del premio Nobel de la Paz, existe una cierta simetría en el hecho de que la última vez que se otorgó esta distinción a un periodista fue en 1935, a Carl von Ossietzky, un fuerte crítico de la Alemania nazi. Entonces, como ahora, sostiene Ressa, el ecosistema informativo es víctima de un metafórico ataque nuclear.
Creo que para nadie es una novedad que las plataformas sociodigitales son una fuente muy poco confiable de información. Si no me creen, hagan un concienzudo ejercicio de memoria y piensen cuántas veces llegó hasta sus ojos (por WhatsApp, Facebook o la vía que prefieran) ese mensaje de que, según un oscuro médico suizo, el virus que provoca COVID-19 se puede eliminar bebiendo agua hirviendo (cosa que no es cierta; si acaso, lo único que se elimina con esa maniobra es la capacidad de uso del tracto digestivo, pero el virus sigue tan campante).
De hecho, es factible decir que Facebook, WhatsApp, Twitter, Instagram y las plataformas que me digan, mienten. No por otra cosa, sino porque no hay un control sobre la información que circula, y muy por el contrario, se da prioridad a lo que inflama por encima de lo que informa: los datos, mesurados, neutrales, comprobables y comprobados, no le interesan a nadie; lo que importa, lo que vende, son las notas que enfurecen, que perturban, que nos hacen exclamar “¡qué barbaridad!” y que de inmediato compartimos con toda nuestra lista de contactos. Y ésas son, curiosamente, las notas que el algoritmo, la programación interna de las plataformas, elige para mostrar a más usuarios.
Porque una podría pensar, en toda su terrible inocencia, que está muy bien que existan espacios donde se comparta información, que entre más haya, mejor para todos. Que en cualquier democracia que se respete debe festejarse, y cuidarse, que todos los miembros de la sociedad sean capaces de expresar sus ideas como les dé la gana, ¿no? Que, en cierto sentido, la idea de que exista una “plaza pública” digital es, en sí misma, una buena cosa, algo a lo que debemos aspirar todos los que decimos que nos gusta vivir en democracia.
Y sí, en principio, pero no es lo que históricamente ha sucedido con Facebook y sus secuaces: según lo que nos venimos a enterar ahora, no es que las notas y las ideas caigan a nuestros pies, como en piñata, y podamos elegir equitativamente entre un Paletón Corona o un Pulparindo, no, sino que existen una serie de mecanismos que “eligen” los dulces a los que voy a tener acceso, y suelen ser los más irritantes y con mayor contenido de plomo, es decir, las noticias menos neutras, más incendiarias y que van a despertar una reacción más fuerte, provocando que en lugar de leer la nota y seguir con nuestra vida, como haríamos con un medio arbitrado y más o menos serio, pasemos el día entero revisando y compartiendo otra nota similar, y otra, y leyendo las reacciones airadas de quienes la consumen junto con nosotros. Y, claro, al final del día, nos quedamos con la impresión de que vivimos en un mundo hostil, poblado de seres maléficos que amenazan con destruir todo aquello que consideramos valioso o sagrado, y que lo único que nos queda es comenzar a cavar trincheras con los treinta seres que piensan exactamente como nosotros porque el fin se acerca y los villanos, los pérfidos, los que no son como nosotros, están a punto de invadirnos y acabar con todo.
Sí, las plataformas son el patio de juegos del diablo. Lo intuíamos y ahora lo sabemos de cierto, ¿y saben qué van a hacer los gobiernos? Nada. Son conglomerados archimillonarios del tamaño de países enteros y, por lo tanto, poderosísimos. ¿Saben qué podemos hacer nosotros? Todo. O bueno, un poco: tal vez respirar profundo, despegar los ojos de la pantalla y llevarlos a las verdaderas redes sociales, las que implican la escucha y el beneficio de la duda. En una de ésas, a fuerza de hablar y conocernos, resulta que los malos no lo son tanto.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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