Por todos lados escuchamos que Navidad es tiempo de dar. Así, sin más explicaciones, y para ilustrarlo nos muestran fotos de personas compartiendo la mesa y entregándose paquetes muy bien envueltos, muertos de risa y consumiendo refresco como si no existieran ni la diabetes ni el agua de Jamaica.
Navidad es tiempo de dar, nos dicen, y acto seguido nos recitan una lista interminable de ofertas maravillosas, compras a plazos o juguetes que “podrían llegar” del Polo Norte o a lomos del camello de Gaspar. El objetivo de la lista, pienso yo que soy muy cínica, no es del todo recordarnos que según la tradición judeocristiana en esta época se reveló a la humanidad el plan divino de establecer una nueva alianza, no; tengo para mí que la verdadera intención es que nuestro dinero (el real o el imaginario, porque para eso nos ofrecen sin cesar tarjetas, préstamos y créditos) pase de nuestros bolsillos al de los fabricantes o al de los dueños de tiendas y portales de internet.
En este sentido, eso de “dar” adquiere un cariz francamente ominoso: puesto que Navidad es tiempo de “dar”, quiere decir que también, de alguna forma, es tiempo de “consumir” y, luego entonces, también es tiempo de “perder”, de “endeudarse” y, por lo tanto, de “padecer”. Quiere decir que para “vivir” realmente la Navidad, para dotarla de su significado último, es necesario el intercambio de objetos, porque eso es realmente “dar”, y quien no intercambia objetos, no “vive la Navidad”, y no “ama a los suyos”.
No estoy diciendo que se cancelen los regalos, ni que confisquemos el camello, tampoco quiero que se me acuse de provocar llantos desgarradores porque Santa está en huelga; no es esa la intención de este texto. Este texto busca proponer otros significados para este momento. Es algo en lo que pienso cada vez que me entero de que los verdaderos ganadores de la pandemia han sido los grandes —e inhumanos— emporios de ventas por internet. Sí: esos que persiguen a los sindicatos, esos que sustituyen a los empleados por robots, salvo para las tareas más onerosas y físicamente agresivas, esos que prometen entregar todo rapidísimo, a costa de lo que sea, y de quien sea. Frente a esas noticias, la idea de que la Navidad es tiempo de “dar” me resulta un poco nauseabunda.
El chiste, creo yo, es darle la vuelta al concepto de “dar”. (Ya lo sé, a buenas horas vengo a descubrir lo obvio; supongo que si usted llegó hasta estas líneas, en esta publicación, es porque ya lo sabe o, siquiera, lo sospecha, pero téngame paciencia.) Y hacerlo desde dos perspectivas distintas: la primera, que “dar” no implica necesariamente “consumir”, ni “adquirir”, sino que “dar” puede ser sinónimo de “estar”, de “escuchar”, de “acompañar”, de “compadecer” o de “procurar”.
Y de esa idea de que lo que “damos” no necesariamente se consigue en una barata, se desprende la siguiente connotación, esto es, que “dar” no necesariamente es pariente de “perder”. El modelo capitalista nos ha enseñado que para que uno sea más rico, otro debe ser más pobre; que las interacciones entre las personas forzosamente siguen un modelo de “suma-cero”, es decir, que si tú me das algo, tú pierdes algo, pero de ninguna manera es la única forma en que puede funcionar: hay muchas formas de “dar” que implican una ganancia para todos, y no porque ah, qué satisfactoria la sonrisa de la tía con su chipiturco que arrebatamos en una tienda, no, sino porque mi forma de “dar” viene de un sitio que no es de internet, sino de mi corazón, de mi alma, o de lo que sea que entienda yo por lo que me hace querer estar y compartir con el otro, y lo que convierte al bienestar del otro en mi propio bienestar.
Entonces, sí, puede ser que aceptemos irrestrictamente que Navidad es tiempo de “dar”, pero mi propuesta es que en este mes, y en los que siguen, porque por qué no, nos preguntemos dar qué, cómo, desde dónde y con qué intención. Es una propuesta; por lo pronto, felices fiestas.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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