Es de esos términos que hasta hace diez minutos querían decir una cosa, y ahora resulta que se usan para designar algo que no nos preocupaba, y que hoy, parece ser, nos preocupa muchísimo.
Fricción, según la Real Academia de la Lengua Española, se refiere al “roce de dos cuerpos en contacto”, y así se utilizaba: se hablaba de fricción en las clases de Física, al hablar de las piyamas que sacan chispas en la oscuridad al rozar contra las sábanas, y poco más. Sin embargo, el mundo de la tecnología y la innovación —que de todo se apropia, desde nuestros deseos hasta nuestras palabras—, le ha dado un nuevo significado, pues lo utiliza para referirse a “cualquier barrera que puede interponerse entre el usuario y el producto”.
Y muchas de esas barreras, resulta, son humanas. Las aplicaciones, por ejemplo, que sirven para contratar un servicio de transporte, se ufanan de “reducir o eliminar la fricción” porque con ellas podemos ahorrarnos el engorrosísimo trámite de saludar a la persona que conduce, comunicarle nuestro destino, negociar la ruta y, al final del trayecto, ¡horror!, entregarle billetes y esperar el cambio. Eso, que era un intercambio habitual, y que formaba parte de la dinámica de los habitantes de una ciudad, es algo que empieza a desaparecer, gracias a la obsesión del mundo tecnológico por “disminuir la fricción”.
Algo similar sucede con los servicios que ofrecen compras por internet, entregas a domicilio, o que proponen un “servicio al cliente” que consiste en una serie de respuestas automatizadas y que, casi siempre, terminan en una versión muy frustrante de una sátira de ciencia ficción, donde uno insiste en su pregunta y el aparato insiste a su vez en responder alguna variación de la frase “lo siento, pero tu problema se quedará sin solución, ¿hay algo más en lo que pueda ayudarte?”. Todos estos recursos tienen en común que reducen el diálogo entre dos seres humanos, y en teoría ofrecen una ventaja para “el usuario” y un servicio “mucho más eficiente”.
No cabe duda que este tipo de soluciones resultaron muy útiles durante las fases más críticas de la pandemia por Covid-19. La capacidad de propagación del virus, y su forma de contagio, hicieron necesario que se redujera la interacción humana, y entonces estas formas de “cero contacto” se propagaron por todos lados.
Y, sin embargo, los humanos no dejaron de trabajar. Muchos se llevaron la peor parte de la enfermedad, y aún los mercados y las economías no se reponen; todavía no saldamos nuestra deuda con esos trabajadores —los repartidores, los que preparaban la comida, los que empacaban los productos en el súper, los empleados de las farmacias—, y el sistema capitalista está perversamente diseñado no sólo para no reconocerlos, sino para no darles lo que merecen y mantenerlos en una condición de precariedad permanente y hereditaria. Porque la solución, dicen el capitalismo, la tecnología y la innovación, no es mejorar las condiciones de estos trabajadores, sino desaparecerlos, reemplazarlos por máquinas y evitar la fricción. La solución está en tenerlo todo sin necesidad de saludar, de preguntar, de preocuparse aunque sea por un momento por el bienestar del otro, el otro que no conocemos y de cuyo trabajo y esfuerzo nos beneficiamos.
Es diciembre, es la época de estar juntos, de vernos, de recuperarnos. Es, más que ningún otro, el momento de la fricción. También de la esperanza, de la concordia, del reconocimiento del otro. Con ese espíritu, aprovechemos para buscarnos unos a otros, para mirarnos, y para decirnos que necesitamos elevar la fricción, necesitamos saber a costa del trabajo de quién podemos tener bienes, servicios, transporte. Elevemos la fricción, abracémonos, preguntémonos cómo está el otro y qué podemos hacer para que esté mejor. Sólo así podremos construir una sociedad más justa, y tener entre todos un mejor 2023. Que así sea.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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