2020 ha sido un año duro y no cerrará como hubiéramos deseado. En esta temporada, los abrazos y reuniones hacen más falta que nunca, pero démonos 5 minutos para reflexionar con Dehesa sobre lo que estos meses nos han dejado.
Nunca he entendido el por qué de los tejocotes. Mi sospecha es que se trata de la única fruta que no hizo Dios, sino que se la encargó a un ayudante, o que fue un prototipo de durazno que por un error administrativo se coló a la siguiente ronda. No son dulces, son agarrosos; son duros, imposibles de pelar y, si te tocan en una piñata, estás condenada a roerlos cual ardilla con rabia durante horas enteras.
Pero, claro, eso era antes, hace un año, cuando en medio de las posadas, los brindis y el “dale, dale, dale” escuchábamos rumores de una extraña enfermedad respiratoria que estaba haciendo estragos en ciertas ciudades chinas y pensábamos, los muy ilusos, “bueno, pero eso está muy lejos”, antes de seguir festejando y renegando del ponche tibio y las cañas de azúcar muy fibrosas.
Eso fue antes, en la vieja normalidad. Antes, cuando todo lo dábamos por hecho, cuando pensábamos que no había razón por la que las cosas fueran a cambiar y no concebíamos que habría un día en que extrañaríamos desde las cosas más importantes hasta las más nimias. Hasta los tejocotes. Pero también las posadas, las fiestas, el aventarse a la piñata y el pedir posada a gritos, todos hechos bola; la posibilidad de ver a alguien que quieres y abrazarlo, sin cuarentenas ni distancias; la certidumbre de que quien hoy estaba iba a estar también mañana, que quien iba al doctor por una tos iba a volver unas horas después con un jarabe y una advertencia de que no se fuera a enfriar.
Hoy, en esta normalidad tan dura, si acaso hay ponche (y ojalá que sí haya, porque las cosechas se levantan, pandemia o no pandemia, y los productores y campesinos necesitan de nuestra ayuda), será el que cada uno se beba por su cuenta, con los tres o cuatro que tenga cerca, sin posada ni piñata, y tratando de no pensar en todo lo que este año nos había prometido y no nos cumplió, dejándonos a cambio pérdidas y ausencias.
Y no sé ustedes, pero yo me pregunto, ¿qué hace una con tamaño agujero en el alma? ¿En qué ventanilla se forma para que le regresen todas las oportunidades que desperdició? ¿A quién le pide los abrazos que no dio, las reuniones que no aprovechó, las piñatas a las que no se aventó y hasta, ¡oh, ironía!, los tejocotes que no royó? En estos días tan grises, tan fríos y tan sin chiste, es bien fácil que nos gane el enojo y la desesperanza, que sintamos furia por el tiempo que creemos que nos robaron. Lo difícil es sentarse con calma y hacer un esfuerzo por pasarse en limpio.
Lo difícil es aceptar que así son las cosas, que como seres humanos vivimos asolados por una enfermedad que no medimos, y por la infinita cadena de injusticias y canalladas que provocó que nuestro sistema de salud resultara insuficiente. Lo complicado es estarse tranquilo y entender que la culpa no es de la OMS o de cualquier otra autoridad que nos limita o nos pide no reunirnos, no ir a los templos, no hacer posadas. Lo difícil es aceptar que, como dice el ensayista Timothy Snyder, “no hay libertad sin solidaridad”; que para que los demás estén bien, yo tengo que hacer mi parte, y hoy lo que tengo que hacer es cuidarme y ayudar responsablemente a quien yo pueda, como yo pueda. Que nadie va a estar bien si no estamos todos bien.
Pero, si lo pensamos un poco, así es la vida, y de eso se trata. Ahora se trata de ser solidarios y no contagiar, pero mañana (u hoy mismo) se tratará de ser solidarios y pensar en quienes tienen menos, en quienes están solos, en quienes nos necesitan. Dos mil veinte, nadie lo niega, ha sido un año horrible, duro, cruento. Pero será menos malo si aprendemos a cuidarnos y a funcionar juntos, a ver constantemente por el otro. Sólo así llegará la primavera, y llegaremos nosotros a la primavera. Sólo así volverán a cantar los pájaros y se cumplirán las palabras de la española Ada Salas, en su poema “Bosque”:
Estos
pájaros
[…]
convierten
la ciudad
en el centro de un bosque.
Apenas dicen nada
de la muerte
dicen:
yo soy
la primavera.
Estoy de nuevo aquí.
Cuídense. Quiéranse. Nos leemos en enero.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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