Les voy a decir una cosa: francamente, yo ni me acordaba de la estatua de Colón. Ya que la vi en las fotos, dije “ah, siscierto, que ahí estaba”; y estoy segura de que no soy la única que tuvo esta reacción.
Aunque últimamente resulta que a la sociedad mexicana la estatua de Colón, su eventual destino y su aún más eventual sustitución la tiene no sólo preocupada, sino ocupadísima: hay discusiones acaloradas en los noticieros, politólogos e historiadores opinan a troche y moche y, en el terreno de lo íntimo, juatsaps van y juatsaps vienen con que si se trata de una joya emblemática del arte del siglo nosecuántos, y que si la diseñó nosequién, y que si es chulísima de París, y que si ahora la vamos a perder por culpa de un gobierno terrible y represor. Ahora resulta, en resumidas cuentas, que una pieza del mobiliario urbano que nos daba igual, está convertida en centro y destino de todos nuestros desvelos y, sobre todo, de nuestros pleitos.
¿Por qué? Porque se ha convertido en un símbolo. Pero vamos por partes: según la Real Academia, un símbolo es un “elemento u objeto material que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición”. Es decir, algo que representa, señala o recuerda otra cierta cosa: un anillo en el dedo es un símbolo de un compromiso establecido entre dos seres humanos, una cruz al cuello simboliza una voluntad de vivir de acuerdo con los textos evangélicos (aunque luego no se ame a las prójimas, y se les acuse por decidir sobre su cuerpo, pero de eso luego platicamos), un moño negro es un símbolo de luto, etcétera; a lo largo de la historia, los seres humanos hemos recurrido a los símbolos para recordar, para señalar o para advertir nuestro talante y nuestras inclinaciones.
En ese sentido, las estatuas y monumentos también son símbolos: han servido no solo para “inmortalizar” una serie de posiciones ideológicas o políticas (el trabajo de los muralistas, por ejemplo, tan cargado de nacionalismo en un país que se estaba reconstruyendo después de la Revolución, es una prueba de esto), sino que han servido también para dejar bien claro quién tiene el poder y que a nadie se le olvide; de ahí que hoy, que en el mundo se vive una tensión constante entre los poderes tradicionales y quienes quieren romper con el pasado y reconstruir las formas de relacionarnos, una de las muestras más evidentes de protesta es el derribo de estatuas y la intervención de monumentos.
Todo esto, para llegar a Colón. Que es un símbolo de muchas cosas; según quien lo mire, puede ser el símbolo del hombre intrépido o el símbolo del europeo codicioso que vino a violentar la vida de los pobladores del territorio americano, o puede ser un símbolo de los pleitos vacíos que vivimos continuamente los mexicanos de este siglo, y digo vacíos porque, muy bien, ya dijeron “quiten a Colón”, y luego dijeron “que lo reemplace la mujer indígena”, pero ¿qué hay detrás de esa decisión, de ese gesto simbólico?, ¿de qué sirve la estatua de la mujer indígena si no va acompañada de políticas públicas que realmente contribuyan a cambios reales, tangibles y medibles en la vida de las mujeres indígenas y otras poblaciones vulnerables? Porque no quiero ser aguafiestas, pero los símbolos, si no tienen una realidad detrás, no sirven de nada; son cachotes de piedra más o menos decorativos, pero que no hacen que nada cambie.
Aunque, y fíjense qué perspicaz me estoy poniendo, tal vez sea que de eso se trata. De tomar decisiones que suenen bien, pero que no alteren nada ni sirvan para nada. En una de ésas, resulta que todos estamos jugando a las estatuas de marfil, una, dos y tres, así, y si bien nos encanta opinar y rasgarnos las vestiduras, en el fondo lo que nadie quiere es moverse, so pena de comprometerse, jugarse el futuro político, condenarse al ostracismo en redes o, peor todavía, bailar el twist. Horror.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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