“O ya no entiendo lo que está pasando, o ya pasó lo que estaba yo entendiendo”. La frase es bastante conocida, es de Carlos Monsiváis y, hasta donde llegué en mi búsqueda en internet, la enunció en una entrevista en 2008. Dos mil ocho, ¿se acuerdan? Cuando todavía darle la mano a un desconocido no se consideraba deporte de alto riesgo. Desde este turbulento mundo postnormal, después de leer la frase hasta ganas dan de subirse a la máquina del tiempo, compartirle media concha de vainilla, y decirle “uy, mijito, y lo que nos falta”.
Pero, más allá de ese negro relato del porvenir, a mí la frase me parece una joya. Como tantas otras expresiones de Monsiváis, ésta también tiene una fachada simple y un interior enormemente sabio. Y, desde luego, muy útil, porque ¿quién no siente, en estos momentos de pleitos constantes, lenguajes inclusivos y duelos a tuitazos, que ya nada es claro y que navega en un mar de mermelada? ¿Quién, que no haya nacido con un Pokemon bajo el brazo, no siente que sistemáticamente le están cambiando las reglas a la mitad del partido? Detrás del juego de palabras, detrás del chiste inmediato, en esta consigna yace una forma entera de explicarse los cambios en el paradigma y la irrupción de formas de pensar y de entender el mundo que en otro momento hubieran sido inconcebibles. La frase no es tanto un lema de batalla, como una cobija bajo la cual guarecerse y esperar a que las tempestades amainen, a que los argumentos se asienten y a que emerjan de entre los gritos y los retobos las verdades de a de veras.
En otras palabras, no se preocupen si no pueden concebir que exista TikTok, no son los únicos: las redes sociales, las plataformas, los influencers, corresponden a otra época, corresponden a la época en que ya no pasa lo que estábamos nosotros entendiendo. Yo, que nací casi cuatro décadas después de Monsiváis, me siento profundamente identificada con su espíritu; mi infancia estuvo poblada por princesas de Disney, cuentos de hadas y canciones de Cri-Crí, y hoy, a la luz de discusiones sobre género y estadísticas de violencia, vuelvo a escuchar las canciones y a leer los cuentos y no me parecen tan inocentes ni tan propios para el mundo infantil como me lo parecían antes. Lo cual no quiere decir que quiera que desaparezcan ni que tiremos la estatua de Cri-Crí en Chapul. Simplemente ya no entiendo, ¿me entienden?
Porque el problema, como siempre, es que no es tan fácil. No se soluciona con un tuit, ni tirando una estatua, ni firmando peticiones. Las injusticias sistémicas no desaparecen por decreto, ni por bloqueo; se van paliando con diálogo, empatía, transparencia y reconocimiento de las faltas y los responsables. El racismo en México no se va a solucionar prohibiendo la ejecución de El negrito bailarín en los festivales de fin de cursos, como la violencia intrafamiliar no va a calmarse si borramos del repertorio La patita, pero al menos vamos a empezar a verlo como algo menos natural, menos del día a día; como algo que no es deseable y que debemos esforzarnos para que no suceda. El problema hoy, como les digo a mis parientes los mayorcitos que se quejan amargamente del lenguaje incluyente y de la teoría de género, es que estamos empujando el péndulo para el otro lado, y adoptando costumbres que buscan trastocar un sistema que no funcionaba, y en el camino quedan varios atropellados y muchos, como nosotros, muy confundidos: los que ayer eran héroes, hoy son archivillanos, y lo que ayer era válido o chistoso, hoy es reprobable. Peor todavía, los que ayer ni conocíamos, hoy pueden convertirse en nuestros jueces y verdugos, y quienes poseen una voz moderada y que llama a la reflexión son acallados por quienes gritan más fuerte y piden sangre.
Frente a esto, creo que de nada sirve pelear. Como tampoco sirve enfurecerse ni envolverse en la bandera ni ofenderse. Sirve calmarse y escuchar, y ver qué podemos hacer para que empiecen a pasar cosas que realmente entendamos todas. Y todos.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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