Pocos adjetivos tan escurridizos y ambiguos como ése: humano. Decimos de alguien que es “muy humano” para establecer que se trata de una persona con una serie de rasgos que la vuelven accesible, empática o generosa; al mismo tiempo, puede ser que nos disculpemos de un yerro o una falta con el argumento “qué quieres, soy humana”, con lo cual básicamente estamos pidiendo a nuestro interlocutor que comprenda nuestras limitaciones y no nos juzgue con demasiada severidad por ellas.
Pero, entonces, si el adjetivo puede usarse en todos estos contextos, ¿qué significa realmente ser humano? ¿Cómo lo entendemos? La respuesta, como casi siempre en temas filosóficos, es “depende”. ¿Qué es ser humano? Depende, ¿comparado con qué? Porque en el centro de la definición está la necesidad de distinguir a un objeto de otro, entonces, ¿ser humano en oposición a ser qué otra cosa? Si el punto de comparación son los animales, por ejemplo, entonces el humano es el que, como dice Harari, puede organizarse en grandes grupos y crear narrativas comunes —en la analogía más ampliamente difundida, el pensador israelí propone que difícilmente doscientos mil primates pueden poblar el estadio de futbol de Wembley de manera organizada, mientras que domingo a domingo doscientos mil humanos se reúnen ahí prácticamente sin incidentes—; mientras que, si definimos lo humano con respecto a lo divino, lo humano es lo falible, lo que es susceptible de equivocarse una y otra vez, sin terminar de aprender del todo de sus errores, y se compara a sí mismo con lo divino, que es perfecto, eterno e incorruptible.
Para defendernos de esta característica falible de lo humano es que hemos creado las leyes y las religiones (que son, ambas, invenciones y narrativas humanas, curiosamente), porque entendemos nuestra humanidad y sabemos que es necesario ponerle freno y acotarla; sabemos, desde siempre, que puestos en situaciones límite, los humanos somos capaces de atropellar el derecho y la humanidad del otro, y por eso hemos construido códigos y leyes que prevén estas conductas y establecen sanciones. (Al mismo tiempo, también hemos generado narrativas que dicen que está bien que explotemos a otras criaturas y colonicemos espacios ajenos, y eso lo hemos hecho porque, pues, porque somos humanos.)
Ahora bien, de unos siglos para acá hemos tenido que plantearnos otro punto de comparación: definir lo humano con respecto a lo automático, a las máquinas. Si los humanos nos distinguíamos de los robots porque somos capaces de sentir y de pensar, hoy jugamos peligrosamente con conceptos como “inteligencia artificial”, y nos preguntamos como quien no quiere la cosa si será posible distinguir entre un poema concebido por una mujer de treinta y dos años que aprendió desde muy chica a leer a los clásicos y uno pergeñado por un sistema operativo capaz de procesar en milésimas de segundo las obras más importantes de la lírica universal, y al hacerlo cantamos las glorias de las máquinas que “aprenden” nuestros gustos musicales o que nos “recomiendan” libros y películas, que están dispuestas a servirnos a cualquier hora y que no faltan a trabajar por problemas familiares. De unos siglos para acá, entonces, hemos dejado de lado la discusión entre lo humano y lo divino, y nos hemos centrado en aquélla de lo humano contra lo automático, dejando que los robots nos encanten con su productividad imbatible, su nula propensión a formar sindicatos y su incapacidad para el ocio y la distracción.
Más allá de rasgarse las vestiduras o tirarse a la tragedia, la discusión tiene que darse, y darse en serio, porque voltear decididamente hacia las máquinas como interlocutores y trabajadores ideales implica dejar de lado lo que nos hace humanos, esto es, nos impide ver nuestra propia imperfección y comprender, y abrazar, aquélla que habita en el otro; en lugar de ver nuestras fallas como oportunidades para la empatía, querríamos borrarlas, corregirlas en la versión beta y depurarlas de inmediato. Y eso, me perdonan, por muy humano que sea, me parece un error.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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