Normalizar

14/06/2022
Por Juana Inés Dehesa

Es de esas palabras —como sustentable o resiliente— que un buen día aparecen en el discurso público y parece que no se van a ir nunca. Según el diccionario de la Real Academia, significa “hacer que algo se estabilice en la normalidad”, y si consideramos que la palabra norma originalmente también se refiere a lo que hoy en día entendemos por una regla —de esas de medir—, pues tiene sentido: la norma es la medida con la que comparamos todo lo que sucede en nuestro entorno, y por lo tanto normalizar significa que algo que en cierto momento nos parecía ajeno, impropio, con el paso del tiempo se amolda a la medida y se convierte en algo que no necesariamente nos parece bien, pero que aceptamos sin sorpresa, como parte de la vida.

Se habla mucho, por ejemplo, de normalizar la violencia; de que la violencia —la de género, por ejemplo, o la otra, así, a secas— está normalizada en nuestro país. Esto, básicamente, lo que quiere decir es que lo que antes era anormal, inaceptable —cabezas humanas en plazas, activistas o periodistas que mueren de manera violenta, mujeres que desaparecen—, se convierte en cosa de todos los días, a tal grado que no solo nos deja de escandalizar, sino que hasta nos aburre y, por lo tanto, lo dejamos de ver. Así, algo que se normaliza dentro de una sociedad, es algo que deja de percibirse como grave y, a la larga, deja de percibirse, punto.

Ante esto, ante la normalización de asuntos que no deberían ser normales —la lista puede seguir con el cambio climático, la desigualdad, la falta de acceso a la educación…— podemos pensar que es terrible, flagelarnos hasta arrancarnos la piel a tiras, clamar al cielo y decir “¡qué barbaridad!” hasta la afonía. Ésa es una opción; la más cómoda y la más autoindulgente, porque nos hace sentir que estamos haciendo algo —preocupándonos, por supuesto, y acongojándonos—, sin necesariamente movernos de sitio ni sacrificar nuestro bienestar.   

Pero no es la única. Porque lo que no queda tan claro cuando hablamos de estos temas, es que la norma no es un ente estático, sino que está en constante movimiento. ¿De qué otra manera explicarse el desconcierto, la desazón que sentimos ante ciertas manifestaciones culturales de otra época, ante ciertas películas, obras literarias o costumbres? Quiere decir que lo que en un momento determinado es normal, acorde con las medidas y las concepciones de la sociedad que lo experimenta, puede dejar de serlo. Cuando en Guerra y paz, por ejemplo, Tolstói escribe sobre los campesinos como posesiones, nos resulta ajeno porque se refiere a un hecho que —teóricamente, al menos— ya hemos desterrado de nuestra idea del mundo, porque —en teoría— ya pensamos que todos los seres humanos nacemos libres y nadie es propiedad de nadie más, de la misma forma en que, si vemos casi cualquier película hecha antes de 1980, casi seguramente nos sorprenderá cuánto fuman todos los personajes: el cigarro era bueno o, al menos, inocuo, y su uso estaba completamente normalizado, hasta que con mucho esfuerzo se logró demostrar y declarar que es enormemente dañino, y hoy, en general, representa algo del pasado, algo que nos resulta ajeno.

El del tabaco es un buen ejemplo, porque cronológicamente nos queda cerca y porque implicó el esfuerzo conjunto de muchos actores sociales: los mismos fumadores, por supuesto, pero también sus familiares, los investigadores que decidieron dedicarse al tema y las instituciones que los financiaron, los gobiernos que lo reconocieron como un problema de salud pública y gastaron su capital político en atacarlo, los legisladores que hicieron el marco jurídico… No fue sencillo, ni fue rápido, pero el uso de tabaco pasó de ser algo normalizado a ser algo atípico, algo difícil de llevar a cabo y cuya realización fuera del marco normativo y legal puede traer consecuencias graves. Eso, si nos lo proponemos, puede pasar también con la violencia, y con otros elementos de la lista.

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.

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