El ser humano es el único animal capaz de imaginar lo que no existe. Sobre todo, es el único ser capaz de concebir escenarios desapegados completamente de la evidencia o de la historia anterior. Para entenderlo mejor, pensemos en los perros: si todos los días sacamos a un perro a dar la vuelta a las tres de la tarde, con el tiempo el perro aprende, y por ahí de las dos treinta empieza a dar una lata negra porque sabe que ya casi es hora de salir. Sin embargo, difícilmente, si nunca lo sacamos, el perro va a discurrir que le gustaría salir; su cerebro no es capaz de acuñar casi la existencia de la calle —no la aprende en los medios, no se la platican otros perros ni la lee en las novelas—, mucho menos podrá imaginarse que se puede pasear por ahí.
Luego entonces, una no va a encontrarse a un perro el treinta y uno de diciembre a las once cincuenta y ocho de la noche, atragantándose de uvas y jurando que ahora sí va a salir todos los días a la calle. O se va a inscribir en el gimnasio o va a dejar de fumar. Eso sólo lo podemos hacer los seres humanos, y en ello estriba nuestra felicidad más profunda y nuestra más encarnizada frustración.
La psicóloga evolutiva Alison Gopnik, en un iluminado ensayo llamado El bebé filosófico, explica qué conexiones en el cerebro humano permiten este fenómeno, y toma prestado un término de la filosofía para nombrarlo: lo llama “contrafactuales”. Los contrafactuales, dice Gopnik, son los “hubiera, debería, podría” del pensamiento, y si lo miramos bien, ocupan una cantidad enorme de nuestro espacio mental y emocional; piensen, si no, la cantidad de tiempo que pasamos imaginando los escenarios que no fueron, y recriminándonos por ello, cuando vivimos un duelo; todo lo que pensamos que podríamos haber hecho de otra forma, lo que sufrimos al recordar nuestras faltas, nuestras carencias. No hay otra especie en el reino animal (que sepamos, al menos) capaz de estructurar este tipo de pensamiento. En ese sentido, los seres humanos habitamos muchos mundos al mismo tiempo: el del aquí y el ahora, y el de todo lo que podría haber sido; el de los contrafactuales.
A este territorio pertenecen, por ejemplo, las historias. En el momento en que uno dice “había una vez…”, sabemos que aquello que le siga no será históricamente real, pero tendrá una existencia en nuestro mundo imaginario, igual que sucede cuando una niña propone “sale que…”, y nos invita a entrar a un territorio que ambas sabemos que no está aquí, pero que, sin embargo, existe. Esos territorios son contrafactuales.
Los que decimos que somos adultos, y que hemos confinado a nuestros amigos imaginarios a lugares terribles e inhóspitos como el Twitter y el Insta, solemos pasar por los contrafactuales de maneras muy poco glamorosas: para planear juntas, o para imaginar rutas y evitar el tráfico. De vez en cuando, ojalá, leemos una novela o vemos una serie y habitamos otras suelas, pero no entramos y salimos del contrafactual con la elegancia de los niños. Salvo, me atrevo a decir, en estas fechas. En estas fechas nos damos vuelo: contamos historias, hablamos de seres cuya existencia nadie ha podido documentar y nos sentimos llenos de esperanza por un futuro que no nos ha dado ninguna razón para imaginarlo mejor.
Los santorreyes y el santoclós son una variante de los contrafactuales. Otra más retorcida es, una vez más, la de los propósitos de año nuevo. Año tras año, nos sentimos obligados a decir que vamos a ser unas personas distintas, unas que se levantan temprano, meditan, hacen ayuno intermitente, beben abundante agua y nunca se enojan; unas personas que ni conocemos, vamos. ¿Qué afán? ¿Por qué hemos de imaginar que lo mejor que nos puede pasar es dejar de parecernos a nosotros mismos? Si me preguntan, es mejor llevárnosla tranquila, entender en dónde estriba realmente nuestro bienestar y, en el ínter, usar nuestra capacidad de concebir contrafactuales para algo más divertido. Feliz 2022.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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