El otro día sembré un frijol. No se crean, no fue una decisión fácil; tuve que desoír muchas lecciones que hace mucho aprendí. Resulta que yo siempre he sido de esa gente a la que le dicen que ocuparse de las plantas es algo muy difícil y que “no se le da” a todo el mundo, y rápidamente decidí que yo seguro alineaba en el equipo de los seres a quienes no se les da y, antes que llevarme a un ente vivo de corbata, había preferido mejor ni experimentar. Por lo tanto, en mi casa no había habido nunca más que un cactus (que prácticamente se cuida solo) y una orquídea que, con que de vez en cuando me acordara de vaciarle mi vaso de agua en la maceta, sobrevivía bastante en paz.
Pero luego en mi mercado de confianza empezaron a vender macetas con hierbas de olor. Específicamente, con albahaca, y como uno de mis cuentos favoritos es de Pascuala Corona y se llama, precisamente, “La maceta de albahaca”, pensé que era una cuestión del destino y que no era cosa de poner los caprichos del destino en duda. Así que hasta este hogar llegó la maceta de albahaca.
No tuvo un final feliz. O sí, pero no para la albahaca: durante dos meses, más o menos, sobrevivió bastante enhiesta y olorosa; participó en bastantes pastas, espantó un par de mosquitos. Sólo de vez en cuando se “desmayaba”, como decía mi abuela cuando las plantas se doblan por calor o falta de riego, pero con un poco de agua revivía y tan contenta. Hasta que ya no, y se empezó a secar. Sospecho que fue un exceso de agua; el caso es que la maceta, de ser un contenedor vivo y verde, pasó a ser un espectáculo lamentable, llena de tierra y de hojas muertas.
Pensé que y ora qué hacía, si ya le había agarrado el gusto a ocuparme de mi planta, y ya tenía la maceta y la tierra. No era cosa de desperdiciar ni la maceta, ni la tierra, ni el aprendizaje, ¿no?, pues, mal que bien, de observar a la albahaca tanto rato, algo había aprendido sobre lo que se debe hacer y lo que no, y ya había leído montones en Internet sobre el tema (porque una será mala para las plantas, pero es ñoña y le gusta documentarse).
Entonces tomé un frijol de una bolsa y, recordando mis clases de ciencias naturales de la primaria y con más fe que ciencia, lo puse en la maceta, lo tapé con tierra y le eché agüita. Yo no sé si ustedes recuerdan ese cuento de “Juan y los frijoles mágicos”, pero a los pocos días entendí de dónde había salido: sin decir ni “a’i les voy”, el inocente frijolito Flor de Mayo salido de una bolsa de la alacena reveló que dentro tenía una planta gigantesca que desde entonces crece y crece, y echa hojas y vainas como si le fueran a dar premio.
Y yo la miro y voy tomando nota de cada uno de los brotes, y pienso cuánto puede aprenderse de las plantas, de su necedad y su vocación por crecer.
Hace un año, cuando llegó la Pascua, yo me negué a celebrarla; les dije a mis atónitos familiares que yo me lo iba a ahorrar y que a ver si para Pentecostés la cosa se ponía mejor. Estaba furiosa, triste y muy asustada, y pensaba que no había forma de resucitar cuando la muerte nos cercaba desde tantos frentes.
Hoy la muerte y el horror siguen ahí. Estamos enojados, divididos, pegándonos de gritos y acusándonos con más rabia que fundamento. Pero hoy es también el momento del año en que varios seres humanos de distintas religiones festejan el milagro de la vida que renace, y nos invitan a todos a resucitar, a repensarnos y a pasarnos en limpio. Este año, a diferencia del anterior, pienso que igual y ahora sí se puede; pienso que tal vez nuestra resurrección no será triunfante y estruendosa, no habrá sepulcros vacíos ni seres que vuelven a la vida (tristemente, no por ahora), pero podemos resucitar de otras maneras: no será vistosa, ni en tres días, sino que será, probablemente, sigilosa y fragmentada; con un pedazo de corazón que despierta y agradece, y luego el otro, desenvolviendo una hoja primero y después otra, como el frijol de mi casa. Como se puede ahorita, pues.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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