¿Será tan bueno ser bueno?

01/02/2022
Por Juana Inés Dehesa

La pregunta me surgió al escuchar decir de una funcionaria —no es relevante cuál— que “es muy buena”. Caray, qué gusto, pensé, pero ¿a poco no tiene otras credenciales? Resultó que sí las tiene, y eso no hizo más que sumirme en mayor perplejidad: ¿querremos de verdad que lo primero que se pueda exaltar de una servidora pública sea su bondad? ¿No preferiremos que lo primero que salte a la conversación sea su trayectoria, sus conocimientos, su experiencia en el ramo? En otras palabras, ¿preferimos que sea buena a que sea competente?

Estamos pavlovianamente entrenados para decir que ser bueno es muy bueno y que a eso debemos aspirar los seres humanos. Existe toda una narrativa al respecto que pasa por los santorreyes, el karma, la vida eterna y una serie de elementos más o menos esotéricos que sirven para apoyar la idea de que la bondad, aunque a simple vista no lo parezca, está mucho mejor recompensada que la maldad. Buena parte de los sistemas de creencias con los que nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida sostienen esta idea.

¿Por qué será esto? Puede ser porque socialmente, la bondad es más útil que la maldad. Después de todo, la única medida que conocemos para definir si una persona es buena o no es la suma de sus acciones: en este sentido, quien se inclina hacia la bondad, actuará “bien”, y quien no, pues no. ¿Y qué significa obrar “bien”? Pues en beneficio de los demás, o por lo menos, no en su perjuicio. Juzgamos a una persona como “buena” si sus acciones nos parecen propias de alguien con esta inclinación: “Fulana es muy buena persona”, decimos, y acto seguido damos una serie de ejemplos que sostienen nuestro dicho; siempre nos trata bien, le trae el mandado a la vecina que ya no puede salir, colabora con poblaciones vulnerables… cosas así, que demuestran que Fulana contribuye en pequeña o gran medida a que la sociedad en la que vive sea mejor.

La bondad, según este esquema, representa un gran instrumento social: queremos que haya más gente buena para que la sociedad funcione de manera más justa para todos; mientras que, por el contrario, queremos menos gente mala porque las acciones que asociamos con la maldad van en contra de lo que como grupo hemos decidido que es deseable. Si quien es bueno colabora, o al menos, no daña, asumimos que quien es malo es un lastre social.

Cualquiera que haya leído Robin Hood o haya visto Chucho el Roto, sabe que la cosa no es tan fácil, y que en muchos momentos las fronteras que dividen a las personas buenas de las malas —o a las acciones provechosas de las destructivas— son altamente porosas y difíciles de dibujar. Muchas veces, la bondad o maldad de una acción está completamente colocada en los ojos de quien la juzga, y se vuelve complicado dejar estas sentencias en manos de una sola persona. Por eso, para definir qué es lo bueno y qué es lo malo, inventamos las leyes; y decidimos que quienes se apegan a las leyes son buenos y quienes no, son malos, y creamos un sistema de consecuencias para quien decida actuar de mala fe y, al hacerlo, perjudique a su comunidad.

Con las cosas así, da un poco lo mismo si la funcionaria que desató este torrente de conciencia es buena o mala, porque para eso hemos construido —y, en teoría, conservamos— mecanismos de control y de rendición de cuentas. Qué suerte que la mujer sea una buena persona; qué suerte para quienes la rodean, sus vecinos, familiares o quienes la encuentren por la vida en su calidad de persona. Sin embargo, para quienes la encontremos en calidad de funcionaria, da igual que sea buena o mala, porque las leyes dictan que los funcionarios deben actuar con apego en ciertas reglas; es decir, en teoría el Estado está diseñado para que las personas actúen como si fueran buenas, aunque no lo sean, y en ese sentido, la calidad moral, por más deseable que pueda ser, no es indispensable. Lo indispensable, eso sí, es la vigilancia y el sistema parejo de consecuencias.

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.

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