Los seres humanos vivimos, tenemos que hacerlo, refugiados en varias mentiras. Una de las más grandes, y de la cual se derivan muchas otras, es que lo que percibimos con los sentidos e interpretamos con el cerebro es indiscutible, inapelable y, sobre todo, “cierto”. Llamamos “realidad” a eso, y con frecuencia lo utilizamos como una cobija que nos protege contra todo: nos negamos a votar por esa candidata, no porque seamos machistas, sino porque sus ideas no son buenas; nos cambiamos de banqueta cuando se acerca alguien con cierta facha, no porque seamos clasistas, sino porque “más vale”; no vamos al teatro porque “una vez fui y me aburrí”, y estamos completamente seguros de que esa opinión viene de un juicio ponderado y racional.
Y hacemos mal. Porque sistemáticamente los seres humanos nos equivocamos o, al menos, establecemos juicios basados en informaciones incorrectas. Desde hace mucho tiempo, distintas disciplinas científicas y humanísticas —de la poesía a las neurociencias, pasando por la psicología— nos han alertado de la existencia de una serie de fallas en nuestro sistema, llamadas sesgos, que alteran la forma en que percibimos los estímulos externos y nos dan una percepción deforme —sesgada— de la realidad. Aquello que parece muy evidente, puede no ser más que el resultado de una serie de ideas preconcebidas que alteran nuestra percepción.
Si pensamos en el cerebro como un gran repositorio de información, frenéticamente dedicado a la tarea de catalogar y establecer relaciones entre todos los datos y estímulos que percibimos, los sesgos serían como esos empleados flojonazos que archivan y colocan con precipitación, sin tomarse el trabajo de averiguar bien de qué se trata ni cuál es su lugar verdadero. Así, podríamos decir que los sesgos son los atajos que tomamos para juzgar la información y categorizarla.
Según la investigadora Susan T. Fiske, de la universidad de Princeton, existen tres tipos de sesgos: los emocionales, también llamados prejuicios, que no tienen que ver con algo que hemos aprendido racionalmente, sino con sentimientos que hemos adquirido o heredado; los cognitivos, o estereotipos, que se relacionan con algo que tiene que ver con el pensamiento racional, y los de comportamiento o de discriminación, que llevan a ejecutar determinadas acciones en contra de un individuo o grupo basándonos en prejuicios y estereotipos que no tienen que ver con la realidad. Esto, que parece muy teórico y muy alejado de la vida diaria, está presente de manera constante en nuestra forma de percibir el mundo y a quienes nos rodean, y de relacionarnos con ellos.
Lo cual es un problema de por sí, pero lo es más si tomamos en cuenta que los sesgos son muy difíciles de percibir, y muchas veces entran en acción sin que nos demos cuenta, aunque eso no quiere decir, de ninguna manera, que no existan. Piense, por ejemplo, ¿qué le vino a la cabeza cuando leyó la universidad de adscripción de la investigadora que cité? ¿Pensó algo del estilo de “esos gringos qué van a saber”, o más bien, “ah, es de Princeton, debe ser muy seria”? Lo que sea que haya pensado, a menos que conozca la obra de Fiske y tenga un amplio contexto para evaluarla, eso, es un sesgo.
Y esto, que podría ser anécdota nada más, es muy serio. O puede llegar a serlo, precisamente porque, como decíamos al principio, atraviesa de parte a parte todo nuestro quehacer humano, con quién, y cómo, nos relacionamos, dónde vivimos, qué pensamos, qué consumimos y, desde luego, por quién votamos. Todo el tiempo, todo, nuestro cerebro nos bombardea con el producto de nuestros sesgos, y nosotros nos dejamos convencer porque es más fácil no pensar y emitir un juicio rápido, en lugar de admitir que no lo tenemos claro, quedarnos un rato con la información, o con la persona, y evaluarla con calma. Luego entonces, la próxima vez que tenga una reacción visceral, o vaya a emitir una opinión, le recomiendo preguntarse “¿seré yo, o serán mis sesgos?”
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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