Somos lo que nos contamos

02/03/2021
Por Juana Inés Dehesa

Según el escritor israelí Yuval Noah Harari, el Homo sapiens conquistó el planeta en buena medida gracias a su habilidad para crear y difundir ficciones. En su ensayo 21 lecciones para el siglo XXI, Harari afirma que los seres humanos somos los únicos mamíferos capaces de cooperar con numerosos desconocidos porque sólo nosotros podemos inventar historias, difundirlas y convencer a millones de que crean en ellas.

Y no se está refiriendo, o no nada más, a historias como las que contiene El llano en llamas o Andamos huyendo Lola. En el sentido en el que lo entiende Harari, la ficción no es nada más lo que hemos etiquetado como literatura, sino que engloba todo aquello que hemos imaginado y construido desde hace siglos para darle sentido a la vida y, hasta cierto punto, para sobrevivir. Es la religión y los mitos fundacionales, nuestra idea de patria y de lealtad, los aztecas peregrinando por mandato de Tezcatlipoca, el significado de los colores de la bandera. Todo aquello que le han contado los padres a los hijos, y éstos a sus hijos, y éstos a sus hijos, sobre quiénes somos, por qué estamos aquí, qué nos hace relacionarnos y cómo sabemos que lo que hacemos está bien.

No hay otra especie que se sienta en la necesidad de juntarse para orar, ni ponerse crucecitas de ceniza en la frente un miércoles al año. Que sepamos, los hamsters mayores no regañan a los hamstersitos diciéndoles “cuidadito y lloras, porque eres un Martínez y los Martínez somos muy valientes”. Los elefantes tienen rituales de duelo y se quedan muchos días velando a sus muertos, pero no se están horas con un vasito de café requemado entre las manos, riéndose y llorando al mismo tiempo por un chiste malísimo que al difunto le encantaba contar. A los seres humanos nos une esa conjunción milagrosa de los músculos y las conexiones cerebrales que es el lenguaje, y lo que con él hacemos y construimos: lo que nos contamos, lo que nos creemos y lo que compartimos.

Esto, que es el atributo donde en buena medida reside nuestra humanidad, puede ser maravilloso, puede dar lugar a las sinagogas, las bibliotecas, los caminos y las sinfonías, pero puede ser también el impulso que detone nuestro lado más abyecto, más perverso. Porque un ser humano se va moldeando, como en el torno, de acuerdo con la versión de la realidad que vaya escuchando: si se le dice que la bondad y la decencia son el único camino para construir la felicidad, o que no puede existir el bienestar individual sin el bienestar colectivo, crecerá pensando que así debe ser, pero si escucha, sistemáticamente, “no llores, porque pareces vieja”, “hasta en los perros hay razas” o “tienes que ver por ti y los demás que se aguanten”, su idea del mundo se formará en consecuencia.

Los seres humanos concebimos el mundo como nos lo cuentan nuestros mayores. Si creemos en algo, es porque alguien a quien queríamos o respetábamos nos dijo que así debía ser; si pensamos que un color es mejor que otro o que tal grupo es inferior a tal otro, es porque crecimos escuchando que así era, y el germen de esa certeza está tan enterrado dentro de nosotros, que es necesaria una labor intensa de minería para ubicar el origen de esa creencia y, si lo consideramos necesario, extirparla. Los mitos tienden a echar raíces y cuesta un enorme trabajo ubicarlos y desterrarlos.

Pero no es imposible. Podemos decir, hasta ponernos morados, que los mexicanos somos así y así, que le tenemos miedo al triunfo, que no servimos para los deportes de equipo, que somos muy querendones, o que somos desorganizados, o que preferimos gastarnos todo en una fiesta que ahorrar para el futuro, o que, como decía aquél, la corrupción es una cosa cultural, pero el hecho de que lo digamos, y que a nuestro alrededor todos asientan y digan “me cae que sí” no lo vuelve una ley de la naturaleza. Es, simplemente, lo que nos hemos contado.

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa

Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.

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