Salman Rushdie perdió un ojo. Bueno, no, porque no es que lo haya extraviado por un descuido, digámoslo como es: a Salman Rushdie un hombre ciego de rabia lo dejó tuerto.
Y al verlo, al ver a ese escritor talentosísimo —que ha escrito, entre otras cosas, que los seres humanos comenzamos a pedir historias al mismo tiempo casi en que empezamos a pedir pan— mirar el mundo a través de un cristal ennegrecido, se vuelve casi ineludible preguntarse por qué los seres humanos creamos las religiones y después permitimos que sean un arma, cuando podrían ser un consuelo.
El ser humano es el único animal en el mundo que se hace preguntas sobre lo que no existe, y que es capaz de imaginar respuestas. Mientras que el resto de las especies se preocupa por subsistir, por comer y que no se los coman, por evitar el daño, la humanidad en su conjunto ha invertido cantidades enormes de tiempo en imaginar preguntas y tratar de encontrarles respuesta.
La religión forma parte de estas respuestas; ese conjunto de historias y de creencias que un conjunto de personas adopta como una verdad y en torno a la cual construye su vida, toma decisiones y estructura su identidad. A lo largo de la historia, casi siempre que un puñado de seres se reúne y decide vivir en comunidad, construye un sistema que busca explicar aquello que, así, de entrada, parece imposible de explicar; ¿por qué todas las noches se pone el sol y vuelve a salir al día siguiente? Según en qué momento y a quién se le pregunte, puede ser porque la Tierra gira alrededor del sol, o porque un dios recorre el cielo a bordo de un carruaje tirado por caballos, cualquiera de las dos respuestas ha encontrado lugar en la mente de los hombres.
Sin embargo, estas dos respuestas, evidentemente, no son iguales; además del componente poético, se distinguen una de otra por el hecho de que una se puede comprobar y la otra no; mientras que reconocemos que el movimiento de traslación existe porque se han elaborado hipótesis y diseñado experimentos que lo demuestran, la existencia de Helios (que así se llamaba el dios romano del carruaje) no se sostiene de más argumentos que el dicho de unos cuantos seres humanos que lo concibieron, lo aceptaron y después lo propagaron.
Lo mismo sucede con todas las religiones: son un conjunto de ideas, de narrativas, que una comunidad decide adoptar como verdad revelada y convertirlo en su propio sistema de creencias. Cada comunidad adopta, y adapta, la propia, según lo que requiera, según sus propios anhelos y sus propios monstruos, y si lo hace bien, puede encontrar una enorme fuente de consuelo y de respuestas a preguntas que, a diferencia de la del movimiento de traslación, no tienen respuesta comprobable.
Pero las religiones han tenido muchos más usos en la historia que simplemente responder preguntas: como lo atestiguan las cruzadas, el combate a las mujeres que deciden sobre sus cuerpos y, desde luego, el caso de Rushdie, demasiado se les ha utilizado como justificación para avasallar, para abusar, para desacreditar la existencia y el derecho del otro; para acabar con lo que no entiendo, con lo que me estorba, o con lo que simplemente percibo como una amenaza. Terminan siendo el pretexto perfecto para alejar a quien nos afrenta, para matar lo que no entendemos y para sentirnos los dueños únicos de la verdad.
Y las religiones podrían ser otra cosa: puesto que se trata de rituales y narrativas que ponemos en común y que tienen que ver con lo que somos en lo más profundo de nosotros, con nuestros miedos y nuestras esperanzas, podrían representar una fuente enorme de consuelo y de bienestar, podrían ser la forma en que encontramos al otro y lo reconocemos como un igual, independientemente de que sus libros sagrados sean distintos de los míos, de que los gestos que ejecuta y las palabras que repite tengan otra cadencia y otras consonantes. Ojalá así fuera.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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