Chale, ya van a ser las elecciones. Se los digo por si en los últimos veinte segundos se han librado de una discusión entre quienes van a votar por unos y quienes van a votar por los otros; han logrado escapar de una joya perpetrada por un ingeniosísimo publicista para incorporar a la pauta de los medios de comunicación, o han evitado de un comentario de un amigo en vías de pasar a ser mero conocido que les reenvía whatsapps imperiosos llamándolos a reclutar a cinco personas para ir a votar en minimasa por equis o por ye. Por si alguno de estos escenarios se les está presentando, se los recuerdo: ya van a ser las elecciones.
Y el problema de las campañas electorales es que se siente una como cuando le preguntas al marchante “oiga, ¿y estos mangos sí están saliendo buenos aunque no sea temporada?, ¿no están desabridones?”. Muy difícilmente el marchante o la marchanta va a tener un momento de honestidad valiente y va a responder “la verdad, son como chupar un estropajo, suéltelos inmediatamente y búsquese unas manzanas”, pues no, ¿verdad? Si los está ofreciendo, espera que una los compre.
Algo similar creo que sucede con las campañas y los políticos, y creo que es un problema insalvable. Alguien que depende de tu simpatía para tener trabajo, difícilmente se comprometerá a hacer exactamente eso que sabe que puede cumplir durante su periodo y, una vez electo o electa, difícilmente aceptará tomar una decisión necesaria, pero poco popular políticamente, porque necesita que sigas queriendo comprarlo para ganar el puesto que sigue, y el que sigue, y el que sigue, y así hasta que decida hacerle un favor al electorado y retirarse.
Como digo, creo que es un problema insalvable, inherente a la democracia basada en la elección popular, y como tal es algo con lo que hay que vivir. Lo cual no quiere decir que quienes aspiran a un puesto de representación puedan decir lo que sea en las campañas, o hacer lo que sea en sus gestiones, y no se les pueda llamar a cuentas, o que nos hagamos a la idea de que así es el sistema, les entreguemos el país y luego recemos porque no dejen mucho tiradero cuando se vayan.
Como tampoco quiere decir, creo, que nos convenga cruzarnos de brazos y aceptar los híbridos satánicos que se están organizando últimamente en los partidos políticos. Al grito de “que dice Maquiavelo que el fin justifica los medios”, los que antier se juraban odio eterno, ahora van de la manita a hacer campaña y a decir que en realidad ni era cierto, que siempre se han considerado unos mexicanos de primera; y los que en teoría tenían una ideología y defendían unos ciertos principios, ya los dejan botados, como quien avienta un paraguas roto en la calle, porque más vale juntarnos todos y ya, si ganamos, a’i luego averiguamos.
Los partidos políticos hoy son una tragedia, unos clubes de compadres donde lo más importante, si no es que lo único, es la próxima elección y el próximo reacomodo de fuerzas y poderes. Esos institutos políticos que vimos nacer de los esfuerzos de hombres y mujeres, y que tenían una línea clara y unos anhelos loables, ya son unas ratoneras eternamente dedicadas a jugar al juego de las sillas: el único chiste es que el fin de la música te pesque sentado. Son un desastre, pero son nuestro desastre, y mucho me temo que no se van a arreglar solos: va a depender de nosotros.
Con la pena, pero, aunque nos pese, la democracia va más allá de votar un día y gritarle a la tele o al radio los seis o tres años siguientes. La democracia consiste en el difícil y arduo arte de ponernos de acuerdo entre ciudadanos, de juntarnos en la banqueta con los vecinos a los que conocemos, o con aquellos a quienes conocemos y no queremos, y organizarnos para dar una lata infame hasta que la diputada, el presidente municipal, el concejal o quien sea se detenga en su frenesí de inauguraciones y nos ponga atención. Porque nadie sabe lo que necesitamos, lo que es bueno para nosotros, mejor que nosotros. Votemos y demos lata.
Juana Inés Dehesa es escritora, comunicadora y formadora de usuarios de cultura escrita; le gusta jugar por las laterales y alegarle al ampáyer.
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