Una fiesta decembrina desata una serie de pensamientos que nos hablan de esos ruidos que inundan a diario la ciudad y nuestra vida, en especial aquellos que se van volviendo más especiales, más bellos…
Estamos en “La Lupita”, iglesia cerca de Tacuba. Al escuchar el “tan-tan-tan” de las campanas corrimos hacia los fuegos artificiales; se escuchaban los pasos como agigantados, como si la gente trajera puestos unos zapatotes, y susurraban cerca las respiraciones agitadas de los espectadores. Un chirrido sonó al prender la mecha del “torito” que un individuo delgado cargaba en la espalda, empezó a correr esparciendo el olor a pólvora, iluminando la noche con el intenso brillo de las chispas. Sobre las luces y los chirradores se escuchaba: “Córrele, córrele, no te vayas a caer”. Este torito nunca padecerá el azote de los bueyes. ¡La Garrapata! La vida del fuego artificial fue corta, como la luz de las luciérnagas.
Día y noche escuchamos ruidos en esta ciudad. Tomando en cuenta el estado de ánimo, el sonido puede ser desagradable o puede que tenga una dosis de algarabía que emociona. La gama es extensa: “Tamaaaales”, “El aguaaa”, el tu-ru-rú-tu-ru-rú que advierte que ya llega el metro, y aquel silbido agudo que alerta que o te subes o te bajas.
El claxon utilizado en exceso pretende recordarnos a nuestra madre con su tata-ta-tata- ta-tá. La voz amable de María del Mar Terrones con su “Se cooompran colchones”. Recuerdo también el canto de los miles de pájaros en Domingo de Ramos, en la peregrinación a la Basílica. Se escuchan los amaneceres a través de mi respiración, de mis pasos y el canto de las aves que recuerdan a los cenzontles, jilgueros y canarios que habitan las iglesias.
Quiero seguir apreciando los sonidos que dan alegría y armonía; los que evocan al sonido del silencio, como el aleteo de un colibrí, una lluvia de estrellas y las voces de los seres queridos que ya no están con nosotros.
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