La historia de un lobo que jamás devoró a nadie. Fotografía de Archivo de La Ciudad de México en el tiempo
Fotografía de Archivo de La Ciudad de México en el tiempo

La historia de un lobo que jamás devoró a nadie

15/08/2019
Por María Elena García Mendoza

María Elena García nos hace reflexionar sobre cómo, en un mundo gris y derruido, los prejuicios pueden deformar nuestra percepción de una persona hasta el grado de, sin conocerla, encasillarla en todo lo que nos parece que está mal.

Nací en 1980 y mis recuerdos de esta década son de tonos grises, oscuros, secos… Por ejemplo, recuerdo la destrucción de la Ciudad de México —a la que antes llamábamos Distrito Federal o DF— tras el sismo de 1985; recuerdo edificios derrumbados en el Centro Histórico y barrios entre escombros como Tepito. Eran escenas grises por el cemento, el cascajo, el polvo que dejaban las construcciones derrumbadas.

Recuerdo largos días sin agua y sin luz porque a la ciudad le costó trabajo y tiempo salir adelante después de tanta destrucción.

Recuerdo la contaminación ambiental expresada en miles de combis, peseras, camiones y automóviles que dejaban tras de sí una cortina de humo café; las avenidas eran como un paseo de cometas negros, muy ruidosos y de un aroma asfixiante a gasolina. Fue una época de escenas grises por el humo de fábricas, de vehículos, por la basura tirada sin reparo en las calles.

Recuerdo peleas masivas de jóvenes en las calles donde crecí; todo comenzaba con un baile en plena calle, con un sonidero, se hacía un tíbiri alegre, musical y vibrante que después se convertía en una batalla entre bandas. Antes a todos los jóvenes marginales agrupados en tíbiris les apodaban “panchitos”, aludiendo a una famosa agrupación juvenil de Tacubaya. De pronto, por los aires del tíbiri volaban palos, piedras, envases de cerveza y basura entre gritos, amenazas
y jóvenes sangrando, descalabrados y corriendo por las calles aledañas… Y así llegaban a su fin estos bailes.

Recuerdo que en los alrededores del mercado de mi casa y en la zona limítrofe de la colonia, lugar al que le conocíamos todos como “la marranera”, habitaba un hombre a quien le llamaban “El Lobo”: era un hombre adulto como de 40 años, dormía en las calles, usaba ropa muy sucia y desgastada, se le miraba con un cabello abundante y despeinado que cubría buena parte de su rostro, mientras que una larga barba negra escondía el resto de su cara. El Lobo era alcohólico, siempre estaba bebiendo su cañita, no tenía amigos y toda la gente del barrio le temía, en especial los niños y las mujeres.

El Lobo era protagonista de buena parte de las historias más oscuras de mi colonia y era un gran auxiliar de las madres que querían advertir a sus hijos de los peligros de las calles: “te va a llevar El Lobo”; “si no te metes ya a la casa, El Lobo te va a encostalar”; “es un robachicos”; “si no estudias vas a acabar como El Lobo”; “¿no quieres comer? Te voy a dejar con El Lobo un tiempo para que veas lo que se siente no tener a nadie que te quiera”.

Así entonces, El Lobo nos daba la lección más dura de todas: nos mostraba que el intenso dolor que la soledad y la exclusión producen, van deformando simbólicamente
a las personas hasta que solo queda de ellas
el arquetipo de la maldad

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María Elena García Mendoza

Trabajadora Social por la UNAM, Maestra en Ciencias en Metodología de la Ciencia en el IPN; con 15 años de experiencia en reducción del daño a poblaciones callejeras desde la sociedad civil.

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