A pesar de los importantes avances legales que se han producido en los países latinoamericanos para hacer frente a la violencia de género, esta sigue siendo un grave problema, especialmente en un contexto de crisis social agravado por la pandemia del COVID-19, que golpea especialmente a las mujeres.
“Las leyes y regulaciones existentes no han frenado la violencia, incluyendo los feminicidios. Hay una especie de parálisis a nivel latinoamericano, por parte del Estado y de la sociedad, en la que no se quiere hacer mucho caso de lo que ocurre y se culpa a las mujeres”, dijo María Pessina Itriago, profesora e investigadora y directora del Observatorio de Género de la Universidad UTE de Quito.
Pessina, una venezolana que vive en la capital ecuatoriana dijo que la violencia contra las mujeres es antigua, y “todavía se nos considera ciudadanas de segunda clase que no son reconocidas como sujetos sociales”. Y esto se remonta a la matanza de “brujas” en Europa en la Edad Media, por ejemplo, añadió.
“El genocidio de las mujeres es algo que no ha cesado y ahora en el contexto de la pandemia se ha agravado. Creo que, en realidad, la pandemia que vivimos desde hace muchos años es precisamente esta, la de la violencia de género”, remarcó.
Su reflexión se produjo en vísperas del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que da inicio a 16 días de activismo hasta el Día Mundial de los Derechos Humanos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) y ONU Mujeres advirtieron en marzo que, a nivel mundial, una de cada tres mujeres sufre violencia de género. Y que el problema, lejos de disminuir, había crecido durante la pandemia por coronavirus y por las restricciones y encierros puestos en marcha para frenarla.
El estudio Estimaciones mundiales y regionales de la violencia contra las mujeres: prevalencia y efectos sobre la salud de la violencia en la pareja y la violencia sexual fuera de la pareja, en el que se analizan datos de 2000 a 2018, es el de mayor alcance elaborado por la OMS sobre el tema.
El informe, publicado en marzo de 2021, destaca que la violencia contra las mujeres es “omnipresente y devastadora” y afecta a una de cada tres mujeres con distintos niveles de gravedad.
Para América Latina y el Caribe, el estudio sitúa la tasa de prevalencia de la violencia entre las mujeres de 15 a 49 años en un 25%.
Con respecto a los feminicidios, el Observatorio de Igualdad de Género de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) informa que 4,640 mujeres murieron por esta causa en 2019. La organización también llamó la atención sobre la intensificación de la violencia contra niñas y mujeres durante la pandemia.
El panorama se ve agravado por los impactos de género de la pandemia en el empleo, que reduce la autonomía económica de las mujeres y las hace más vulnerables a la violencia.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la región de las Américas experimentó la mayor reducción del empleo femenino durante el COVID-19, situación que no se revertirá en este año.
La socióloga peruana Cecilia Olea, de la organización no gubernamental Articulación Feminista Marcosur (AFM), integrada por 17 organizaciones de 11 países –nueve naciones sudamericanas, México y República Dominicana–, señaló que en los últimos 30 años se han producido importantes avances en la lucha contra la violencia de género.
Entre ellas citó el hecho de que los Estados reconocen su responsabilidad en el problema y ya no lo consideran un asunto privado.
También recordó que América Latina es la única región del mundo que cuenta con un tratado de derechos humanos específico sobre el tema: la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como Convención de Belem do Pará por la ciudad brasileña donde se aprobó en 1994, que establece el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia y fija el marco para que las leyes nacionales aborden esta violación de los derechos de las mujeres.
Sin embargo, Olea dijo en una entrevista en Lima que el marco legal y normativo no ha sido acompañado por estrategias políticas para cambiar el imaginario social de la masculinidad y la feminidad, lo que incentivaría a modificar la cultura de la desigualdad entre hombres y mujeres; por el contrario, dijo, la violencia forma parte de una cultura de impunidad.
“Los varones se sienten libres de oprimir y los gobiernos no cumplen con su responsabilidad de garantizar la educación sexual integral en todo el sistema educativo, tanto en la escuela primaria como en la educación técnica y superior; este programa existe por ley, pero su implementación es deficiente por la falta de capacitación de los docentes y se pierde la oportunidad de formar a las personas en nuevas formas de masculinidad, por ejemplo”, remarcó.
Olea, activista feminista y una de las fundadoras de la AFM, dijo que no solo los gobiernos tienen la responsabilidad de prevenir, atender y erradicar la violencia de género, sino que también es urgente garantizar los servicios de salud; la justicia con la debida diligencia, ya que las actuales demoras revictimizan e inhiben el uso de los instrumentos normativos; y los presupuestos para corregir el actual déficit que impide una mejor respuesta a este problema social.
Criada en un hogar machista [patriarcal], Pessina se rebeló contra las normas de género desde una edad temprana y su constante cuestionamiento la llevó a elaborar una nueva definición de cómo debe actuar una buena persona.
“Creo que las personas de bien no toleran la injusticia ni la desigualdad de ningún tipo, por eso me hice feminista hace unos 15 años y estoy muy contenta de poder aportar un grano de arena con mis alumnos”, dijo.
Pessina dijo que los retos para avanzar en la erradicación de la violencia contra las mujeres son dotar de presupuesto a las políticas públicas para que funcionen y lograr una alianza entre el Estado, las organizaciones de la sociedad civil y los movimientos feministas para crear una hoja de ruta que incorpore las voces excluidas, como las de las mujeres indígenas.
“Los lugares donde pueden presentar denuncias no están cerca de sus pueblos, tienen que ir a otros pueblos y cuando llegan allí, muchas veces no pueden comunicarse en su propio idioma por la visión colonialista de que todo debe ser en español, y no hay intérpretes”, se quejó.
Otra parte del problema, dijo, es que “el propio Estado bloquea las denuncias y mantiene a estas personas marginadas, y no se las tiene en cuenta en las estadísticas de violencia de los países”.
El tercer reto fue trabajar con los medios de comunicación en América Latina, por su papel en la construcción de imaginarios, para generar la figura del defensor del pueblo centrado en el género para que la información sea tratada de forma que contribuya a la igualdad y no reproduzca estereotipos discriminatorios.
Pessina dijo que lo que se necesita es una transformación cultural impulsada por las nuevas generaciones a favor de la igualdad de género.
“Vemos que hay más jóvenes activistas feministas que se movilizan para conseguirlo y que darán un giro; no ahora, pero quizá dentro de una década estemos hablando de otras cosas. Estas nuevas generaciones, no sólo de mujeres sino de hombres, creo que son nuestra esperanza para el cambio”, dijo.
“Quería un hogar sin violencia”
Teresa Farfán refleja la vida de muchas mujeres latinoamericanas víctimas de la violencia machista, pero con una diferencia: dejó atrás el círculo de la violencia de género que tantas veces tiene lugar en el propio hogar.
Tiene 35 años y se describe como campesina, madre soltera y superviviente de un intento de feminicidio. Nació y vive en el pueblo de Lucre, a una hora y media en coche de la ciudad de Cuzco, la capital del antiguo Perú, en el centro del país.
Como la mayoría de la población local, se dedica a la agricultura familiar.
Hace nueve años se separó del padre de sus hijos que, según ella, no la dejó avanzar.
“Quería que me limitara a cuidar las vacas, pero yo quería aprender, formarme, y eso le enfadaba. Llegó a pegarme y fue horrible, y en la comisaría no hicieron caso de mi denuncia. Me echó de casa y pensó que por miedo volvería, pero cogí a mis hijos y me fui”, contó durante una jornada de convivencia con mujeres de su comunidad.
En su momento de necesidad no recibió el apoyo de su familia, que la instó a volver, “porque una mujer debe hacer lo que dice su marido”.
Pero tuvo amigos que la apoyaron, tanto dentro como fuera de su comunidad, como parte de una hermandad de mujeres campesinas indígenas quechuas como ella en la sierra peruana.
“No ha sido fácil lograr mi independencia, tener mis propios ingresos y criar a mis hijos. He sufrido humillaciones y calumnias, pero sabía quién era y lo que quería: vivir en paz y tener un hogar sin violencia”, dijo. Un deseo que sigue siendo esquivo para millones de mujeres latinoamericanas.
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