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Esta reflexión nos invita a analizar lo que realmente implica ser una ciudad sede en un evento tan grande como una Copa del Mundo, y los efectos negativos que podría tener si las cosas no se planean desde distintos ámbitos.
Sin duda los estadios son emblema de las ciudades de siglo XXI. Basta con echar una mirada a las ediciones modernas de las Copas del Mundo o los Juegos Olímpicos. Basta con enterarnos que cuando Qatar ganaba unas turbulentas elecciones para albergar la Copa Mundial del 2022, no solo el estadio, sino la ciudad entera de Lusail —donde se jugarán el partido inaugural y la final— ni siquiera existía. Quizá podríamos hablar del primer centro urbano trazado a partir de las dimensiones reglamentarias que dicta el terreno de juego de un deporte.
Como cualquier asunto de impacto global trascendente, la mezcla de sus componentes resulta ser heterogénea. Las múltiples polémicas sociales y políticas señaladas para este evento que se llevará a acabo en el país asiático en 2022, no deben llevarnos a discriminar las aportaciones positivas, como la propuesta del primer estadio desmontable: el Estadio Ras Abu Aboud, el cual, una vez terminada la justa mundialista, será donado en partes a países subdesarrollados. Se trata de un triunfo magnífico para la formalidad de la arquitectura efímera. Sin embargo, incluso este edificio revolucionario y único en su concepto, no puede alejarse de los problemas más enquistados que representa un edificio tan sujeto a la reglamentación de una cancha de futbol. Al final, este conjunto de estadios terminará siendo solo un desfile de renders con gráficos impresionantes, que tendrá su momento cumbre cuando algún medio deportivo comparta estas imágenes a través de Facebook y titule la publicación como si este rimbombante —y vacío— espectáculo de luces y colores supusiera un triunfo deportivo. Será compartido por miles de usuarios, y al final del evento oficial, se convertirá en colosales ruinas insostenibles que cumplieron ya con su fugaz función, siendo una carga para la ciudad en los años venideros.
Sin embargo, el impacto urbano —en gran parte negativo— que suponen estos edificios revestidos con fachadas grandilocuentes, con frecuencia tiene consecuencias irreversibles para las ciudades. Desde la primicia del objeto arquitectónico como símbolo de identidad urbana, los estadios deben responder a necesidades inherentes a su propio programa, programa que aparentemente refleja también las necesidades de la ciudad. No obstante, en muchas ocasiones estas necesidades son determinadas por los intereses económicos de solo algunos sectores sociales.
México, como sede de la Copa Mundial 2026 en conjunto con Estados Unidos y Canadá, deberá pasar inexorablemente por esta avalancha de impactos efímeros. Si bien este fenómeno podría salvaguardar su forma y fondo con ayuda de la cultura consumista futbolera del mexicano, las caóticas manchas urbanas de las principales ciudades del país resultarían ser muy difíciles de anticipar en una mutación que a fin de cuentas solo patrocinará la moderna expropiación territorial.
Vuelvo a la característica heterogénea que evidentemente libra de conciencia moral o ética a la arquitectura por sí misma. Los vaticinios utópicos de las ciudades del futuro han resultado tener históricas “buenas intenciones” pues, como cualquier utopía, responden a cambios distintos y no tan triunfantes como se podría esperar. El protagonismo que dará a nuestro territorio albergar parcialmente uno de los eventos más sustanciales del mundo entero, exige que los planteamientos sean sólidos, humanos y confiables, y esto supone ser —para el estado actual de México en todos sus sectores urbanos—, una preocupación de grandes escalas más que un conjunto de soluciones. Tal vez se trate de un reto innecesario, por no decir indescifrable, sobre todo cuando la propia estructura del mundial con triple sede ningunea a México frente a las potencias vecinas del norte, y plantea ya desde su misma concepción una complicación para nuestras ciudades principales.
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