Este relato de un valedor no es la historia de uno sino de miles, a quienes un día la curiosidad los llevó por caminos que no tenían pensados. Pero siempre quedan la duda, el hubiera, los recuerdos…
Capítulo 1.
Parece que fue ayer mi adolescencia, cuando todavía vivía en familia. Recuerdo el regreso de la escuela en el guajolotero todo oloroso a diesel y a loción barata, cansado de andar de allá y pa’ acá desde las seis de la mañana, harto del olor a chicles, a gis y a orines de los baños pero más harto todavía del beige y el gris que hacían que más que escuela pareciera prisión.
Recuerdo el hambre y las ganas de comerme un chicharrón en salsa roja, recuerdo escuchar a mis compañeros y llenarme de dudas sobre las drogas, la sexualidad y en general la vida del mundo adulto. Al bajarme del camión, este frenaba desprendiendo ese olor a freno quemado, me preguntaba quién podría orientarme. Sabía que mis amigos de la escuela no podían hacerlo ya que eran groseros, desmadrosos y maleducados, así que pensé que quizá mi padre sería la mejor opción.
Al llegar al portal de madera enmarcado de ladrillos rojos, solté el cansancio al mismo tiempo que la mochila mientras me saboreaba la sorpresa de lo que habría de comer. Al entrar en casa el olor a frijoles de olla a punto de cocerse me hacen pensar que todavía queda rato para comer y continúo con mis cavilaciones sobre aquel sillón verde. Entre las dudas subo a la recámara de mi padre, quien para variar se encontraba leyendo la sección financiera de su diario favorito. Lo observo desde la puerta de la recámara que tenía siempre ese olor a sus lociones y una iluminación tenue que me hacía sentir relajado. Así que me decido a preguntarle acechado por la incertidumbre.
–Oye, papá, quiero platicar contigo sobre algunos asuntos que saltan en mi mente.
La respuesta que recibí, ya a cuarenta años de distancia, no me deja de sorprender.
–Mira, Óscar, yo estoy muy ocupado en mis asuntos y no voy a perder mi tiempo en niñerías pa’ platicar de esas cosas, ponte a hablarlas con chamacos de tu edad. Y luego de comer, te me pones a hacer la tarea ¡que no quiero quejas de los maestros pero sí buenas calificaciones!
Me fui directo a recostar en mi cama. En ese tiempo aún me dejaba sorprender por esas actitudes de mi padre, ya que en esos momentos para mí era como mi mejor aliado. Bajé a comer con mis hermanos, sin encontrarle el sabor a la comida. Meditando mientras tanto que tal vez no se podía confiar en las personas que me inspiraban.
Empecé pues, a tener sentimientos encontrados con las drogas y los que las hacían. Por una parte sentía miedo y desconfianza pues siempre andaban en el acelere. Sin embargo, ese olor a mota me daba mucha curiosidad y ganas de saber lo que se sentía andar bien pacheco, de saber qué se sentía andar así de libres, en sus expresiones y vestimenta.
Por otro lado, me llamaba la atención esa actitud arrogante y de ser respetados en el barrio. Me atraía conocer el efecto de las drogas al escuchar sus conversaciones sobre la música y las relaciones sexuales. Además, mientras se drogaban se comportaban regularmente pacíficos, se echaban cascaritas y cantaban todo tipo de rolas: boleros, rancheras y alguno que otro rock and roll. Yo creo que fue la música la que me ayudó a perderles el miedo y empezar a relacionarme en esos ambientes. Yo creo que fue así, poco a poco que me fui alejando de aquella manera de vivir, de aquella vivienda.
Capítulo 2.
La timidez y el recelo con los que me les acercaba al principio fueron desapareciendo a base de experiencia. Como buen novato, era el primero en apuntarme a ir por las caguamas heladas de la tienda de “Don Regis” y al entregarle el cambio al “Sapo”, cabecilla de la pandilla, este me regañó diciendo:
–No seas maje, chamaco, los cambios nunca se te piden, no debes de dejarte o te vas a ver bien puto.
Y así fue como poco a poco me fui integrando a la banda y empecé a experimentar primero con la marihuana. La verde me proporcionaba alegría y me hacía sentir bien cabrón (más cuando la combinaba con el alcohol).
El sonidito al destapar la chela, su agradable olor y el saborcito amargoso pero delicioso, me fascinaban, y al final lo que más me gustaba era la euforia que me desataba y el valor engañoso que me generaba.
Capítulo 3.
A la banda no le andaba preguntando sobre sexo, me apenaba el hecho de ser virgen a mis catorce años. La mayoría de mis cuatitos ya cogían, sus anécdotas me provocaban y terminaba por conformarme con la masturbación y con ganas de saberle más.
El día que por fin me desquitaron sucedió de una manera muy inesperada durante mi primer año de la normal. Casi siempre al terminar clases, el “Alex”, uno de mis compañeros y yo agarrábamos camino a La Merced en el metro para agasajarnos de tacotes y gorditas, en ese entonces era de a varo de 1. La verdad es que con toda esa masa de olores y tanta hambre lo que fuera era bueno, además me disparaban. Ese día, la comilona ocurrió en una lonchería llena de prostis de la Candelaria de los Patos.
El Alex era unos años mayor que yo y casi como si lo hubiera practicado llamó a una chica olorosa a alcohol, cigarro y cosméticos corrientes. Le solicitó el servicio de a ciento veinte pesos con todo y cuarto. Le dije que mejor llamara a otra y con solo chiflar y tronar los dedos llegó una güera oxigenada en minifalda. Como éramos dos el precio terminó siendo de doscientos por ambos. Cerrado el trato, nos encaminamos a la vecindad que estaba al ladito. Con cada paso, me empezó a asaltar el miedo, ya saben lo que uno escucha sobre coger con prostis y sus riesgos y encima en ese tiempo no acostumbraba a usar condón. La gonorrea ya era lo de menos, recuerdo que se decía que hasta se te podía caer a cachos. En esas andaba mi mente cuando al entrar a la vecindad me encontré con un tablero gigante en la puerta que tenía varios clavos donde colgaban rollos de papel higiénico y una cubetita que las chicas llenaban con un tambo de agua. Ya adentrándonos en la vecindad, que me doy cuenta que los cuartos apenas estaban separados por sábanas malolientes a semen de quién sabe cuánto tiempo. Así que entré a uno de los compartimentos con la rubia que me había tocado. Yo seguía aterrado, y más cuando antes de quitarse las zapatillas se quitó los chones diciéndome:
–A ver a qué horas.
Le respondí sinceramente que me daba miedo, ya que nunca lo había hecho. Le propuse que mintiera por mí, diciendo que lo habíamos hecho para no quedar mal con el Alex; al cabo el servicio ya estaba pagado y él me lo había disparado.
La chica se levantó de aquel camastro que rechinaba bien duro y me dijo:
–Mira chiquillo, como ya pagaste y además eres quintito, ahora coges porque coges y de eso me encargo yo.
La verdad es que la iniciativa de la chica me dio los ánimos para cumplir y conocer sobre el sexo, que en esos momentos era todo un tabú.
Capítulo 4.
Iba saliendo bien oloroso a sudor, con mi traje verde militar y arrebatándome el colegio. Finalmente habían acabado las clases y a unos cuadras me topo con unos chavos del barrio que se andaban dando un toque. Qué ganas me daban de saber lo que se sentía. Haciendo un pequeño círculo, le daban una fumada y así iban pasándoselo. Ya estuvo, pensé, esta es mi oportunidad, al cabo ando en otra colonia, lejos de vecinos chismosos que me anden delatando con la familia diciendo que ya me vieron de marihuano. Así que sin pensarla dos veces, me uní a ese círculo donde no se me rechazó pero sí se me inspeccionó de arriba para abajo, hasta que un chavo me preguntó:
–¿Qué transa, chavo? ¿Ya habías probado la mota?
A eso le dije que sí, no quería que se anduvieran sintiendo culpables por darle mota de primera vez a un chamaco pendejo. En esas andaba cuando un morro me corrió la chicharra:
–¡Atiza que es de a tanque y rólalo!
Así que lo agarre poniéndolo entre las yemas de los dedos pulgar e índice, al mismo tiempo la culpa me andaba reclamando de traer el uniforme y la mochila de la escuela. Le di el primer jalón bien fuerte, para sacar toda la cantidad de humo posible y cómo me fascinaba el olor a petate quemado. Así le siguieron tres tanques y me empecé a sentir eufórico y bien contento. Por fin sabía lo que se sentía y ya de cualquier cosa soltaba la carcajada riéndome como estúpido.
Así que aquí ando, descansando recostado en las escaleras de la casa de las mamis acá por Garibaldi y sumergido en mi pasado. Las horas pasan aburridas, escuchando voces lejanas, el sonido de los camiones y motos que pasan cerca y respirando el smog negro de esta ciudad. Reflexionando sobre cosas que pasaron hace mucho tiempo, y preguntándome si acaso mi vida tiene remedio. ¿Tendrá sentido a cuarenta años de mi primer toque?
Entre mis achaques de enfermedad física y en una de esas hasta mental, miro mi mochila negra que anda de ese color como el de mi consciencia. Esa mochila hoy es mi único patrimonio. De pronto todos esos olores y sonidos me hacen sonreír, alegrándome porque no estoy entre los olores de orines mezclados con el cigarro y la marihuana de una cochina cárcel.
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