¿Qué tan lejos puede llegar un escritor en este país? En este cuento de Beatriz Meyer vemos cómo con los conectes adecuados y un poco de dinero, la fama está a la vuelta de la esquina…¿o no es así?
El sobre se deslizó de la mano del impresor a la del funcionario que le había pasado el trabajo sin licitación. El servidor público se había acostumbrado a recibir sobres rebosantes de dinero cada vez que el impresor lo visitaba en su oficina del Centro Histórico. Poco le duraba el gusto de tanto billete: pronto trasladaba su contenido a las manos del editor de una casa editorial muy, pero muy comercial.
Sabía que su trayectoria literaria sería espectacular, meteórica e internacional si seguía pagando a su amigo editor los dictámenes que hacían pasar sus novelas a la imprenta y de ahí a las mesas de novedades editoriales. La fama llegaría sola. En realidad, lo más difícil era tener ideas, ese quebradero de cabeza de cada creador. Pero el escritor-funcionario estaba convencido de su gran calidad literaria y, sobre todo, de su enorme suerte. Aun las ideas pasaban a ser un problema menor: bastaba con pedir a sus amigos y colegas sus obras inéditas y ver por dónde andaban los temas. Nunca escribiría sobre asuntos mediáticos como el narco y los secuestros; para qué, si con sus odios tenía para dar y regalar, se decía.
El escritor odiaba a todo el mundo, empezando por su estorbosa mujer, sus amigos cuyas obras recibían reseñas elogiosas, también el jefe y su corte de ejecutivas de cara lavada. Escribió una novela sobre cada uno de sus enemigos, al fin que el dinero ganado por debajo del agua convencía a su editor de palomear el dictamen.
Pero las reseñas escaseaban. Tuvo que repartir más dinero. Apretó todavía más los bolsillos de proveedores de imprenta, a la papelera, al servicio de transporte de los libros ya impresos. Pagó para hacerse de lugares en las ferias editoriales más importantes, para sus presentaciones de libros, sus videos promocionales. Aseguraba ser amigo de escritores de renombre, que apenas si lo ubicaban. Poco a poco empezó a forjar su leyenda: el nuevo escritor, oriundo de una provincia mediana, convertido en autor de moda en la capital.
Así llegaron las alumnas de taller que se volvían sus novias y las alumnas que no deseaban ser sus novias pero que, con un poco de dinero y su fama de escritor importante, acababan por aceptar sus avances amorosos. Se acostumbró a la lisonja fácil, a salir en las notas de sociales como el orgullo de su región. En este país nadie lee, pero sí compra libros, se decía. Mientras compren mi obra, aunque no la lean, todo estará bien, concluía. De esta manera buscaba olvidar que su fama se debía al dinero.
Un día lo corrieron del trabajo por gritarle a su nueva jefa. Para entonces su amistad con el editor corrupto se había convertido en compadrazgo. Los unían cuatro novelas, varias parrilladas y su muy particular pacto económico. El escritor creyó que podría seguir publicando sin necesidad de sobornar al editor. Su calidad literaria era incuestionable, o eso pensaba. El editor le dijo que, si no escribía una novela de verdad buena, el pacto terminaría. Era eso o pagar por el dictamen. Ya no tenía los fajos de billetes de los sobornos que recibía de sus antiguos proveedores. Vivía del sueldo de su mujer y de impartir algunos talleres por ahí.
Una mala tarde su editor falleció. Infarto fulminante. El escritor sintió que su mundo se volvía polvo. Buscó otro editor y, cuando le propuso pagar por su dictamen, el hombre, ofendido, lo lanzó a la calle de inmediato.
El escritor todavía sueña con fajos de billetes. Sabe que, en el país de la corrupción, su obra encontrará de nueva cuenta su camino. Cuando tenga un empleo en el gobierno otra vez, y vuelva a nadar en las profundas aguas de la corrupción y los sobornos, sus novelas regresarán a la mesa
de novedades. Está seguro.
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Haz un donativo aquíEs autora de las novelas Meridiana y El mundo de aquí. Chilanga de Puebla, apasionada del cuento y la enseñanza de la escritura creativa.
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