El nahual de Xochimilco

El nahual de Xochimilco

22/02/2021
Por Sofía Morfín

¿Qué esconden las aguas turbias de nuestros legendarios canales? Entre las chinampas y la neblina, de pronto aparecen criaturas poderosas, que igualan en tamaño a la imaginación de quien osa hacerles frente.

Llegamos al atardecer y nos encontrarnos con Chepe en un estacionamiento cuyo nombre no
recuerdo. Me encantaría nombrar estas cosas con precisión: el lugar donde nos bajamos del coche y
cruzamos al pueblo en una pequeña barca, las callejuelas que recorrimos en mototaxi hasta llegar a
la orilla del río, la apariencia de la chinampa (sin sembradío) en la que zarpamos hacia esta
aventura. Esa exactitud haría de este recuento una crónica y no el relato aterrador que fue para mí;
aterrador y ridículo. Lo sé, esto habla pestes de un periodista de investigación, pero creí que en el
camino de vuelta podría tomar notas y en la ida disfrutar las vistas de Xochimilco que se
entremezclaban con el olor del hermoso pelo negro que danzaba con tanta gracia en la cintura de
Amanda.
Unos meses atrás, Jaime nos invitó a ambos a una comida. Fue una tarde agradable donde la
conversación giró alrededor de las distintas representaciones del hombre-lagarto en las culturas
antiguas. Antes de que ella llegara ya me estaba cayendo pésimo porque mi amigo me adelantó que
se llamaba Amanda y era Vlogger. Los dos datos me dieron nauseas: ¿qué nombre más cursi es ese?
Y su profesión ni se diga. Luego la vi llegar y me cagué. Tiene la barba partida y una piel impoluta,
rojiza que le da la apariencia de una escultura de arcilla. Traía una cámara de video en la mano para
la cual, estoy seguro, no debe encontrar refacciones en ningún lado.
Su blog se llama “Misterios de lo profundo” y en él investiga historias de apariciones y del
contacto con los difuntos. Me felicitó por la recopilación que hice de testimonios de mujeres que
aseguran haber sido violadas por extraterrestres mientras duermen. Fue un trabajo polémico pero
célebre, porque varias de las víctimas concibieron hijos de pupilas gigantescas y el archivo
fotográfico lo comprobaba. Luego un hombre muy poderoso detuvo mi investigación y ya no puedo
hablar más al respecto.
—Dr. Franklin, es una injusticia que le hayan quitado el fondeo para una publicación tan
relevante —fue una de las primeras cosas que me dijo y con eso ya me estaba enamorando.
—No me hable de usted —le contesté.
Aquella comida resultó ser un plan con maña. Jaime, obsesionado con los ovnis desde los
70s, no pudo tomar el caso de Xochimilco porque la evidencia indicaba que se trataba de algo
alejado del tufillo extraterrestre. Aun así, le interesaba saber qué sucedía, así que nos buscó a
Amanda y a mí para que tomáramos la investigación en su lugar. Acepté de inmediato. Estaba
fascinado de pasar tiempo con ella y no podía dejar pasar la oportunidad, pues difícilmente nuestras
especialidades vuelvan a sobreponerse: ella se interesa en los espíritus, yo, en las criaturas. Lo de

Xochimilco se rumoraba que era un nahual, o sea que podía tratarse de una presencia incorpórea o
de un animal de carne y hueso; así de poco se sabe a ciencia cierta.
También Jaime nos presentó a Chepe, el lugareño que lo contactó a través de Twitter. Era
un hombre con rastas de pelo blanco y negro, cara arrugada y manos fuertes. A primera vista pensé
que sería de esos que no cierran la boca un segundo, pero en cuanto acabó de explicarnos a dónde
iríamos, no dijo nada hasta que nos instalamos en casa de su tía.
Así que navegamos juntos. Pregunté si pasaríamos frente a la isla de las muñecas y Chepe
me dijo que no, que todo eso estaba del lado turístico donde las trajineras y los vendedores de
cerveza. “Acá es donde vive la gente”, añadió. Y sólo entonces presté atención a los rostros
aletargados que levantaban la vista a nuestro paso, algunos nos saludaban con la mano o nos
gritaban cosas que no entendí. Una sensación extraña flota como neblina sobre el agua oscura de
esos canales: es la acústica. El gemido de un bebé cruza intacto al otro lado del río, pero el sonido
de las palabras te alcanza sin un rastro de significado. El lago distorsiona a su gusto, “o quizás el
nahual”, pensé en ese momento.
Amanda me sacó de mi ensoñación. Me agarró el antebrazo y no pude escucharla porque un
escalofrío me recorrió el cuerpo de golpe. Habíamos llegado. Nos orillamos junto a una franja de
pastos altos y húmedos donde nos recibió Doña Eusi, tía de Chepe, y poco a poco llegaron personas
de la zona a compartirnos sus testimonios. De esos sí tomé nota, menos mal, y aquí transcribo los
fragmentos que subrayé con marcador fosforescente.
“No es un nahual, es otra cosa. Canta en la noche, lo escucho desde mi cuarto, pero no me
atrevo a salir. Sólo una vez que se me hizo tarde rozando la superficie, tiene chingos de
ojos. El nahual se convierte en un animal, pero a ver dígame ¿qué animal vive bajo el agua,
mide más de dos metros y tiene ojos en lugar de pelos?”
José Andrés, fontanero, 21 años
“A mi niño lo sacamos del agua tres días después de que desapareció. Ya estaba todo
hinchado. Era buen nadador y todavía no le entraba al alcohol, así que no pudo ahogarse.
Alguien lo ahogó. Algo lo ahogó. Cuando lo encontramos tenía mordidas en todo el cuerpo,
eran mordidas humanas, pero gigantescas.”
Guadalupe, capitana de Lalacita (trajinera), 45 años
“No debería estar orgullosa de esto, pero lo estoy. En mi cocina he guisado lo que se le
ocurra, usté nómbrelo. Mis nietos saben cazar cenzontles, cacomixtles, ajolotes, culebras,
tilapias, lechuzas, ardillas. Todo me queda bueno. Así que cuando supimos del monstruo
fuimos a cazarlo. A mí me da lo mismo siahoga niños o perros, carne es carne y, ¿qué cree?
Que mis nietos lo han visto, pero cuando le tiran flechas y arpones, caen al vacío. El
monstro desaparece. Por eso le digo que es el nahual, sólo un nahual puede despistar a un
chamaco con hambre.”
Doña Eusi, madre, abuela y cocinera de guisos, 71 años
“Sale sólo de noche, sabe que en este pueblo trabajamos duro y nadie va a andarlo
esperando despierto. A mis perros, que son bien bravos, los tuve que encerrar en jaulas
porque se aventaban al agua en la noche y aparecían flotando por allá. Se suicidaban del
miedo.”

Jonatan, chinampero, 36 años
Amanda no tomaba notas, ella escuchaba, atenta. Por momentos prendía su cámara
discretamente sin interrumpir las narraciones. Algunos de los locatarios estaban asustados, pero la
mayoría intrigados, entusiasmados con la idea de ser el centro de algo escalofriante.
El problema con la leyenda del nahual es que su registro ha quedado en manos de la
tradición oral, del morbo y la exageración de la abuela de cada uno —y de las lecciones que les
venga en gana enseñarle a su prole. Así que el nahual lo es todo: una deidad, un demonio, un
protector.
Montamos las tiendas de campaña junto a la cabaña de Chepe. Se disculpó por no
recibirnos dentro, pero su casa era una de esas que donaron las empresas constructoras después del
terremoto: estaba hecha de madera sobre una chinampa. Para morirse de risa. La madera se hinchó y
se pudrió en menos de 3 años. Le daba vergüenza que entráramos y, supongo, temor que le
destruyéramos con nuestras botas lo que quedaba de su hogar.
Quise convencer a Amanda de compartir la tienda, a fin de cuentas, no dormiríamos mucho,
¿para qué construir dos? Yo saldría al amanecer, el mejor horario para agarrar en curva a cualquier
animal. Pero Amanda trabaja de noche, cuando los espíritus se sienten cómodos.
Su técnica era extraña: traía cualquier cantidad de equipo paranormal, tecnología avanzada
y cara: detectores de metal que usaba como estetoscopio sobre los árboles, medidores de campo
electromagnético, una grabadora de voz digital… Y, al mismo tiempo, hacía un montón de rituales
antiguos, estaba forrada de ópalos y se puso un turbante justo antes de empezar a laborar.
—Eres la definición de no dejar nada a la suerte.
Me sonrió sin contestar, yo estaba como hechizado. Estuve viéndola hacer más de dos horas
y, en cuánto decidí meterme a descansar, vino a pedirme que la acompañara al lago.
—Me da pena despertar a Chepe, ya nos ayudó mucho hoy —le dije. La verdad no tenía
ganas de remar en esas aguas negras, con sus ráfagas de olores nauseabundos y los ojos de los
búhos siendo el único brillo de la noche.
—No pensaba molestarlo, por eso te digo a ti.
—No se ve nada.
—Aquí hay mucha sombra, más allá el agua refleja el cielo y sí se ve. Y mira, mi cámara
tiene visor térmico y linterna ultravioleta, puedo ver hasta abajo del agua.
—Estás loca si crees que voy a meterme al agua.
Se río.
—Sí estoy loca, pero no tanto.
Desamarré la balsa del tronco y sentí una mirada en mi espalda mientras lo hacía. Juré que
era Chepe, mirándome con reprobación, diciéndome: “¿Qué no escuchaste las historias de mis
vecinos y familiares? ¿No nos crees que es peligroso?”. Pero volteé varias veces y no había nadie.
Es difícil remar de noche, el agua se vuelve infinita y aterradora como el espacio; y no es
que esas aguas sean particularmente amistosas a la luz del día. Yo procuraba entretener al miedo

haciendo listas mentales de las personas que habíamos conocido aquella mañana e imaginando qué
animal sería el nahual de cada uno.
Amanda entró en una especie de trance. Puso los ojos en blanco y susurraba conjuros en
otro idioma. Pero no era otro idioma. Presté atención. Otra vez el lago jugaba conmigo: era español,
seguro, y ella estaba tan cerca, pero yo no lograba comprender nada. El miedo me alcanzó y la
interrumpí.
—¿Qué estás haciendo?
Noté un destello de furia en su cara antes de que me contestara.
—Estoy llamando a los muertos.
—No vinimos a eso.
—Si es que hay un nahual, ellos saben dónde está.
—¿Ah, sí? ¿Y que te han dicho? —pregunté burlón. Estaba haciendo con ella lo que odio
que hagan conmigo, tratándola de loca. Pero de pronto fui consciente de que no sabía nada de ella y
no me gustó. Ser creyente es peligroso, hay demasiadas cosas que temer.
—Qué no has dejado de pensar en mí desde que llegamos.
Eso no era brujería, era crueldad. Con mi cara de bobo no hacía falta preguntarle a ningún
difunto. Se quiso vengar y punto. No supe si excitarme u odiarla así que las dos cosas sucedieron
simultáneamente.
—Sigue remando —me ordenó y, por algún motivo, la obedecí sin rezongar. Ella reanudó
sus murmuraciones y yo mi secuencia de imágenes mentales: hombre-colibrí, mujer-teporingo. De
pronto escuché la canción, aguda y risueña. Venía de más adelante, más allá de donde alcanzaba a
ver bajo la escasa luz.
—¿Escuchas eso?
Amanda no me hizo caso, seguía en lo suyo. Remé en la dirección del sonido. Avanzaba
con fuerza, seguro de que, si no llegaba pronto, desaparecería. Sentí el sudor escurrirme por la
espalda y el viento me erizaba la piel.
—¿Qué haces? ¡Ignórala! Es la voz de Lilit —me gritó como despertando de un sueño.
—¿Qué? —Ahora sí estuve seguro, tenía cara de desquiciada. Tenía que ignorarla si quería
ver por unos segundos a esa mítica creatura.
Ahí, frente a mí, para mí, sacó las piernas del agua. Eran unas piernas esbeltas unidas en
una aleta de pescado. ¿Una sirena? ¿Aquí, en Xochimilco? Mi emoción no tenía límites, saqué de la
bolsa de Amanda unos goggles de visión nocturna y sumergí la cara en las oscuras aguas del río.
Me topé de frente con una cara enorme, unos cachetes del tamaño de hamburguesas con bigotes
hacia los lados. Saque la cara y él también, nos miramos. Era gris y tenía una corona hecha de coral
rosa con millones de ojos negros. Se acercó más. No pude moverme, estaba demasiado impactado
para que la imagen se decodificara en mi cerebro. Estrelló su hocico contra mi cara y me dio un
lengüetazo amistoso.
—¡Es un manatí! ¡Es un manatí! —grité con todas mis fuerzas.

Un manatí que los ajolotes del lago usaban como medio de transporte.

En 1976, el delegado local decidió traer cuatro manatíes a Xochimilco con la intención de que
acabaran con una plaga de lirios que contaminaba el río. Los animales murieron, nunca se supo si
los hicieron carnitas, si fue la contaminación del agua o si los pobladores los palearon por miedo.

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Sofía Morfín

Colaboradora y lectora de Mi Valedor. Le gusta escribir cuentos y analizar cualquier cosa en un Excel.

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