Hoy les traemos un fragmento de una novela de Elena Poniatowska que nos recuerda esos días de mítines y reuniones secretas que buscaban crear un nuevo México, y nos transportan a una década de cambios y detenciones.
Publicada por primera vez en 2005, esta novela narra la vida de Trinidad Pineda Chiñas, un personaje inspirado en la figura de Demetrio Vallejo Martínez (1910-1985), quien fue un luchador social oaxaqueño de origen zapoteca y Secretario General del Sindicato Ferrocarrilero. En una época donde los trenes eran el medio de transporte y comunicación más importante del país, Vallejo encabezó dos paros ferrocarrileros en 1958, con los que logró mejorar las condiciones laborales del gremio. No obstante, tras dirigir una huelga en 1959, fue encarcelado en Lecumberri por el gobierno de Adolfo López Mateos; después fue trasladado a la prisión de Santa Martha Acatitla. Estuvo recluido más de 11 años.
El Movimiento Estudiantil de 1968 exigía la libertad de los presos políticos, haciendo especial mención a Vallejo, quien había sobrevivido a varias huelgas de hambre en prisión, y había coincidido con grandes personajes, como el muralista David Alfaro Siqueiros y el escritor Álvaro Mutis, entre muchos otros.
Elena Poniatowska conoció a Demetrio Vallejo en 1959 cuando acudió con Luis Buñuel a ver una obra teatral en Lecumberri, escrita por uno de los presos y con escenografía de Alfaro Siqueiros.
El día de su reinstalación, Trinidad almorzó con sus inseparables Saturnino y Silvestre. Al pasar frente al Teatro Arbeu vieron el anuncio: «Mitin: hablarán Vicente Lombardo Toledano y Valentín Campa”.
—Vamos a oír qué es lo que dicen —invitó a sus compañeros.
—Yo no. Estas cosas acaban a cocolazos y me espera mi mujer —se excusó Saturnino—. La traje a pasear y no voy a salirle con que el mitin y la fregada…
—Pues yo sí puedo ir porque mi tren sale hasta en la noche —aseguró Silvestre.
Trinidad tenía un gran deseo de escuchar por fin a Lombardo Toledano. Envuelto en un periódico, llevaba el expediente relacionado con el cacahuate y varias denuncias en contra del superintendente general del Express.
Cuando él y Silvestre subieron a gayola había poca gente hasta que grupos de 15 y 20 hombres fueron entrando —a veces se llenaban cinco filas de golpe—, y cuando Lombardo Toledano y Campa subieron al escenario, los aplausos retumbaron en el teatro en el que ya no cabía un alfiler.
—La mitad de los presentes son agentes —advirtió Silvestre.
—¿Cómo? Si todos se ven tan entusiasmados.
—Es el nuevo truco de Gobernación; mandan agentes y luego nos detienen. ¡Orden del presidente!
Primero habló Lombardo Toledano. Bien trajeado, el ademán suave, la voz serena, un aura de tranquilidad emanaba de su persona. «Yo creí que era más alto», pensó Trinidad. El pelo chino, flaco, la boca también ondulada, Lombardo hacía pausas y se escuchaba a sí mismo, así como bebían sus palabras cientos de oyentes. «¡Qué gran orador, qué gran político!». Algunas mujeres vestidas de traje sastre, el pelo muy corto, lo seguían con el ceño fruncido para concentrarse mejor. Era cierto: decía cosas esenciales. «Esas que lo escuchan con devoción son compañeras del Partido Comunista». Lombardo citó a Marx y a Engels, habló de lógica dialéctica, de filosofía materialista, de ligar a México con las grandes corrientes universales del socialismo, del ejemplo magnífico de la Unión Soviética. Una bella mujer, el rostro inflamado por la emoción, pasó junto a ellos. «Es María Asúnsolo», señaló Silvestre. Otra mujer cejijunta, una raya dividiendo sus dos trenzas con listones de colores, se apoyó en una butaca. «Es Frida Kahlo, la de Diego Rivera», informó de nuevo Silvestre. «Ese Diego Rivera cambia de ideología como de calzones». Un fotógrafo delgadísimo, de expresión interrogante, comía una jícama, su mujer a su lado, el rostro alerta, disparaba el obturador de su cámara. «Es Lola Álvarez Bravo», explicó de nuevo Silvestre. «El flaquito es Manuel». Como eran menos las mujeres que los hombres, se distinguían inmediatamente y la mirada se detenía en ellas. «Aquellas dos de traje sastre son Elena Vásquez Gómez y Teresa Proenza. Viven juntas. La Teresa es secretaria de Diego Rivera». «Mira, allá, esa güerita delgadita, sí, sí, la bonita, es Rina Lazo y le ayuda a pintar a Diego Rivera».
Trinidad tampoco podía dejar de ver a la gente que subía y bajaba por los pasillos. Filas y filas de obreros, muchos con sus sombreros en la cabeza, escuchaban atentos. «Son las bases», le explicó Saturnino a su hijo Rodrigo. «¿Las bases de qué?». «Las de la democracia». Había muchos más hombres que mujeres. En un rincón, un hombre alto y despeinado sacó una libreta y empezó a bosquejar a Valentín Campa. Terminaba un apunte y seguía con otro. No parecía importarle que algunos se asomaran a ver sus dibujos; al retirarse sonrió a los mirones y fue a apostarse en otra esquina. Allí adentro todos eran compañeros. El proletariado se compone de compañeros que se caracterizan por su solidaridad. Más tarde, Trinidad lo vio de nuevo en el fondo del teatro. «¿Viste? El que dirige el Taller de Gráfica Popular está allí tomando apuntes», murmuró Silvestre. «Es Leopoldo Méndez».
En medio del gentío, el líder del sureste encontró a otros amigos y al salir del teatro, Silvestre les preguntó:
—¿Quién va a pagar el café?
—No traemos dinero —respondieron y Trinidad terció: «Sólo tengo lo del pasaje porque hoy salgo para Coatzacoalcos. ¡Así es que aquí nos despedimos!».
—Yo también voy a Buenavista, te acompaño —ofreció Silvestre.
Habían recorrido cuadra y media, cuando un automóvil disminuyó la velocidad, se detuvo al borde de la acera y dos agentes se les echaron encima:
—¡Quedan ustedes detenidos!
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
—¿Por qué? A ver, ¿quiénes son ustedes? ¿A qué se debe que nos arresten? —gritó Trinidad.
—Ustedes estuvieron en el Teatro Arbeu.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es delito asistir a un mitin?
—Sí, porque allí adentro hablaron en contra del gobierno.
—¿Hablamos nosotros? ¿Por qué nos detienen a nosotros? ¡Detengan a Lombardo y a Campa!
—Mire, cállese, si no lo callamos.
—Pues no señor, a mí no me calla nadie.
Silvestre Roldán lo jaló de la manga y esto enojó aún más a Trinidad.
—No te dejes. ¡Opón resistencia! ¡Por aquí pasa mucha gente! ¡Se van a dar cuenta y nos van a ayudar! ¡Tú dales en la madre! —le gritó Trinidad.
—No, tú no sabes cómo son —Silvestre se entregó.
El líder quiso librarse a patadas, pero a Silvestre lo habían metido al automóvil en el que después lo aventaron a él.
—¿A dónde nos llevan, cabrones?
—¡Cállense o les parto la madre! ¡Mira tú, tan chiquito y tan bocón!
Al entrar a la sexta delegación, la peor de todas, Trinidad y Silvestre reconocieron a muchos compañeros del Arbeu, detenidos a medida que salían del teatro.
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Este texto forma parte de la edición 31. Valedores del mundo, ¡uníos!
Léela gratis aquiProlífica escritora y periodista mexicana, ha explorado sobre todo la crónica y la novela. Uno de sus trabajos más conocidos es La noche de Tlatelolco, que recopila testimonios orales sobre la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968.
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