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En un cuento con notas poéticas, nuestra chaparrita de oro de voz aguardentosa nos transporta a una historia de amor que ha dejado sus cicatrices, al tiempo que reflexiona sobre la belleza de estas marcas que a veces nos empeñamos tanto en esconder.
Agradecido siempre de sus cicatrices, Pablo las deja seducir al sol. Su madre persistentemente reniega que utilice bloqueador sobre ellas; “Para que no se marquen”, dice, “para que no se queden”. Ni Pablo ni yo la comprendemos. ¿Por qué?, si es el testimonio de la batalla ganada o perdida, pero peleada.
Pablo tiene veintidós años y desde la primera década de su vida se la ha pasado combatiendo la Neurofibromatosis, esa palabra que a los cuatro años tuvo que aprender a pronunciar y que produce tumores aleatorios en su cuerpo. Esa palabra que se escribe como jeroglífico corporal, como un tatuaje intrínseco en su piel. Ya han pasado tres años desde la última protuberancia retirada y apenas dos años desde que yo me enamoré de él. Nos conocimos en el dentista, mientras a mí me quitaban las puntadas de unas muelas del juicio retiradas y a él le apostillaban un diente. Sorprendida de que mis aún inflados cachetes no lo repelaran, salimos del consultorio directamente a tomar algo. Supe lo mucho que me gustaba cuando decidí beberme esas chelas con él, a pesar del antibiótico.
Tengo que aceptar que han sido los relieves de su piel los que me han enganchado, primero porque el cabroncito me sedujo con una historia bastante idiota de que había peleado contra un tiburón. Sin embargo, después de reconocer su mentira en los pliegues de su cuerpo, me convertí en detective. El arte de descubrir el pasado de Pablo a través de su piel me habla del recuerdo de otro ayer. Sus cicatrices tienen semántica, son oraciones, son historias. No hay olvido en su cuerpo joven, yo tengo que esperar a que se me arrugue el rostro para comenzar a recordar lo que ha sucedido en mi vida. En el cuerpo de Pablo no hay mentira, no hay truco, y cada cicatriz de este cuerpo del cual sospecho que ya me he obsesionado, habla de una época distinta, es evidencia de que existe el tiempo. La memoria se dibuja en literatura corporal, se toca, se hunde, divide. Sus cicatrices son fronteras entre su espalda y sus piernas, entre su cuello y su omoplato… carreteras mexicanas. El cuerpo de mi Pablo es de papel, donde los recuerdos se hacen tinta corrugada. Las cicatrices guardan magia, inmortalizan el dolor. Tartamudas algunas, son la arqueología del ser humano. Ahí quedó el fósil de un bisturí, de un tropiezo, de una derrota, de una victoria, de un experimento, de una golpiza. Una mirada prolongada sobre una cicatriz ajena es casi una violación a la privacidad. Las cicatrices no deforman, forman; nos ausentan de la amnesia cuando hemos olvidado. Son honestas palabras sin abecedarios. Basta con mirarlas, y si una cicatriz ha cegado la vista, el tacto sabe leerla; las cicatrices conocen el braille desde antes de ser inventado.
En la sala de espera del Hospital Durango, el tiempo espeso detiene mi mirada escondida detrás de una revista cuenta-chismes y se posa sobre los cicatrizados. Un archivo de testimonios que ya me es imposible no admirar. ¿Qué tanto tendrán en común estas historias que se tejen evidentes en sus cuerpos? Permiso de mirar para codificar.
En silencio y con cautela zurzo los detalles que se dejan ver y que suponen tan sólo sospechas sobre los extraños que las portan. Pablo apoya su cabeza sobre mi hombro mientras intenta ganarle al tetris. Él está acostumbrado a esta incertidumbre que en mí ha dejado padrastros heridos en los dedos. Cada vez que llevo mi mano a la boca cuando nombran a otro paciente dentro del consultorio, Pablo logra darme un manotazo karateka que, sin fallo, hace sonreír a una niña que no ha parado de observarnos a escondidas detrás del periódico de su padre. La enfermera nos llama. “Otra raya al tigre”, me dice levantándose y sobándose el ombligo donde han de quitarle la última adquisición de su enfermedad.
No me ha quedado ninguna cicatriz con tu partida. ¿Cómo hago yo, mi amor? Si no tengo una llaga que se cure con el tiempo, que me deje recordarte sobre este cuerpo que parece que no cuenta nada, que cuando miro al espejo no me responde nada. Y la imagino, mi cicatriz, atrapada en el costado de mi estómago, porque cada vez que te pienso es ahí el primer lugar donde mi cuerpo responde. Mi cicatriz se rompe, no quiere coagular, no se va curar si la sobo con concha nácar. Queloide. Torcida. Se escurre hasta la punta de mi garganta.
¿Cómo le hacemos sin la compañía explícita del recuerdo? Ni siquiera existe una palabra para explicar nuestra pérdida desdibujada. ¿Qué hacemos nosotros, a quienes los dolores han olvidado dejarnos una nota? ¿Cómo hacemos nosotros, los descicatrizados?
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