País Tropical

País Tropical

10/11/2016
Por Andrés Mesa Zozaya

En este relato con un toque de prosa poética que busca recuperar el ritmo acompasado de las olas del mar, nos encontramos con el viaje que debe hacer todo “marinero” para liberarse del pasado, sumergirse en las olas y llegar a una nueva vida.

Con un halo convincente se acerca con sigilo, callado y contundente. Ya lo sabe, lo domina, no se miente. Traduce su emoción en combustible, abandona su soledad observando su condición de proximidad a lo natural. Hay un último respiro; una exhalación de auxilio, de reflexión y de asimilación de la misión.

“Hay algo en el oleaje”, advierte. Algo que viene del desierto, que se siente cansado, seco, inquieto y con un poco de desconcierto. La travesía de su conciencia zarpó días atrás en el muelle del sol. Aquel puerto árido lo aventó a una aventura de descubrimiento y emoción. No sabe ya la hora del día, la semana, la canción de la mañana, pero se descubre soñando, dispuesto, y hay la gallardía que lo describe apuesto.

El marinero, hombre pequeño, se introduce al puesto. Se presenta, formal, rígido, obediente y fresco, y se sabe firme ya en movimiento. Juan desconoce el cielo, pero ubica el viento. Navegar de nuevo le recuperó el aliento.

Zarpa entonces al encuentro, a surcar las olas, a leer el tiempo, a encontrar a oscuras en el firmamento la compañía lúdica, las historias y los cuentos. Huye del pasado o tal vez va a su encuentro, la cosa es que aceptó el reto. Iza las velas y acude el viento para viajar a otro puerto, para navegar el tiempo y romper el temple, el miedo y el mito del descontento. Para sincerar al cuerpo, descubrir la mente y sonreír diferente.

Se alza el sol e ilumina el reproche, se acuesta y jala consigo, a cierre de broche, el aloe de luz, las nocturnas voces, los secretos, las luces, los temores. La cabeza es una máquina de atar, no sabe ya controlar su despegue, su viaje, turbulencias y mucho menos conoce de su aterrizaje. Juan busca la manera de mantener el rumbo, de conducir el navío en términos de camino. La introspección le vacila el tino, le bloquea el timón y le exige ser más fino.

Este marinero aventurero extraña al compañero, a aquel viajero que le cuestione, le pregunte, le exija y emocione. El mar lo marea, lo captura, envuelve y entretiene. Lo somete al tango, al dulce baile, al tintineo célebre de la seducción; pareciera estar en un camino destinado a no llegar, a mentirle y esconderle, a burlarle su destino y distraerle.

Agobiado en el oleaje, Juan intuye que su viaje tiene veces de aprendizaje, lucidez y cambios de alto voltaje.
Se descubre pensativo y flotante, sin pretensiones mayores al desembarque. Atiende las nociones del análisis; el manto azul a veces tendido, a veces inquieto, lo pone en trance, lo transporta y ubica en un plano de tercera persona: en su propio almirante.

El desierto, espectador en silencio, rompe su incongruencia sumergiendo su nariz en un mar repleto de alimento. Al nuevo almirante lo motiva a hacer la búsqueda de hallar; a anhelar, pues, con encontrar. A mirar lo seco remojar y del salto absurdo conquistar la noción de cambio, la sincera transformación de reinventar.

Los días, como sus pensamientos, parecieran actuar como el oleaje; suben y bajan, danzan con cadencia y travesura, pasan del cielo azul a la más callada negrura. Después silencian, contemplando, como sonriendo al entendido, al descuidado y también al olvido.

Algo no cuadra, ha seguido bien su coartada; ya se ubica, avanza en tiempo y forma, conquista pero en la naturaleza de su vista se siente escaso de pureza, excedido en el equipaje, acongojado, desubicado y abandonado de su pasado.

Busca la cura. Tira toda cordura a la borda y, con ella y una última bocanada de aire, se sumerge en el hondo azul pataleando con fuerza, sin pensar en la proeza, buscando limpiar su amargura. Conforme avanza metros y se agota el aire, Juan se entiende y se libera; va limpiando su sangre del desierto, dejando su árido pasado por un mundo de coral, una humectación plena, una fusión infinita, inagotable de cielo y mar.

Juan, marinero del agobio, flota en una nueva dirección, deja atrás la distracción de lo banal, abandona el desierto de su necedad y descubre un nuevo camino, un presente más vívido, más real. Encuentra su confidente viviendo la actualidad, su presencia en el ahora, nadando: fresco, libre, nunca más ausente.

Dueño de su nuevo estado ha llegado al encuentro, al descubrimiento de su ser capitán, dejando muy atrás el desierto y llegado al puerto, feliz propietario de su tiempo en un oasis de estado emocional, superando el desierto y conquistado el país tropical.

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Andrés Mesa Zozaya

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