La historia parece repetirse una y otra vez, y aquellas guerras que se libraban apenas hace unos años siguen haciendo eco en el presente, exigiendo nuevos cambios, justicia y que la voz del pueblo vuelva a ser escuchada.
Lo más cercano a los sonidos que poblaron el centro de la Ciudad de México de julio a octubre de 1968 fue lo que me contaba mi abuela que aconteció como preludio de la Segunda Guerra Mundial y que marcó su vida y la de cientos de miles de personas que debieron emigrar. Eran los sonidos que se oían en su pueblo natal en Alemania, cuando Hitler y sus huestes avanzaban sobre las poblaciones para someterlas: botas militares marchando, tanques de guerra por las calles, gritos de los jóvenes de la Hitlerjugend (Juventudes hitlerianas), bárbaros envalentonados con su disfraz militar buscando judíos, comunistas o gitanos para golpearlos, humillarlos y/o mandarlos a un campo de concentración para acabar con ellos. También buscaban puertas para clausurar y fijar anuncios antisemitas.
Ese recuerdo lo llevo todavía en mi alma, pero ampliado con lo que vi, oí y viví cuando era estudiante de Antropología y marchaba por el centro de la Ciudad de México en manifestaciones mudas o ruidosas, con mantas y pancartas llenas de nuestros pensamientos que entonces buscaban influir en la sociedad para cambiarla. Había que erradicar el autoritarismo, la corrupción desatada y construir una democracia como entonces la entendíamos: participar organizadamente en la vida nacional con nuestras propuestas y quitar a los represores —dueños de la violencia del Estado— de los puestos de autoridad. Mientras caminábamos o marchábamos, íbamos recitando todo lo que nos molestaba y agredía y lo que queríamos como población joven y llena de esperanza: “Miente Excélsior”; “Únete, pueblo”; “Presos políticos, libertad”; “Sal al balcón, hocicón”; “Alto a las bayonetas”…
El día que nosotros, los jóvenes estudiantes, todavía ilusos, confiados e ingenuos, nos dimos de frente en el Zócalo con los tanques militares estacionados y con soldados que acordonaban el lugar, despertamos de nuestro sueño. Estábamos en una guerra y nosotros llevábamos las de perder el 2 de octubre. Aunque bien visto, ese final de sangre y duelo en Tlatelolco era el principio de otra fase de la historia mexicana.
El movimiento estudiantil con su energía y sus esperanzas que fue diseminando en sus caminatas por el centro de la ciudad y mucho más allá de sus linderos, sembró semillas de cambio que, unidas a las que se producían en las zonas del campo, con los olvidados de la tierra, y las que se acumularon en las luchas obreras, fueron germinando para construir situaciones inéditas en nuestro país. Por fin se empezaría a hablar y a luchar por derechos. Y las calles que habíamos recorrido los estudiantes del 68 fueron retomadas como escenario de múltiples manifestaciones que, en sus voces, exigían derechos para otros estudiantes, para los maestros, para los sindicatos, para los pueblos indios, para las mujeres, por el derecho a la salud y a protestar por los crímenes que enlutan continuamente a las familias: los feminicidios, las desapariciones y otras desgracias que siguen lastimando al país en lo más profundo.
¿Cuándo podremos volver a caminar por el centro para gritar: “¡Lo logramos!, somos libres y decidimos el rumbo del país”? Para que llegue ese momento —ansiado por tantos pero aparentemente lejano—, habremos de destruir los pilares del sistema económico-político-social-cultural que nos ahoga y convertir los miedos y la cultura de
la sumisión en energías transformadoras. No queremos más antimonumentos en la zona.
Mexicana, antropóloga social. Su último libro, escrito con Amparo Rincón y Abel Rodríguez es Los artesanos de oficios en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
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