Víctor M. Campos nos traslada en unas breves líneas a una noche de sábado en la CDMX; a los ruidos, a las rutinas, a las historias que se entretejen y desenvuelven en la oscuridad de la noche.
El silencio la puso de pie.
Mi jefa fue la única en darse cuenta de que las ventanas ya no vibraban. Aventó las cobijas y saltó
de la cama.
—No oigo la música —dijo para sí.
Se atravesó frente a la televisión y le dijimos que se hiciera pa’llá. Fue a la recámara que da a la
calle. “Está loca”, pensé. Como mi padre no se movió ni un centímetro, supuse que pensaba lo
mismo que yo.
Cumplíamos con la rutina de los sábados en la noche: acostados en la matrimonial, veíamos
películas de Stallone y Schwarzenegger hasta la madrugada. Mi carnal no estaba. Esa noche, sin
embargo, algo había pasado… al menos en la cabeza de mi jefa. Por el pasillo la oí correr. Regresó
a la recámara y estaba espantada. Se puso los pantalones de un brinco y, sin detenerse a
abrochárselos o a subirse el cierre, se fue.
—¡Pasó algo! ¡Pasó algo!
La alarma de su voz nos puso al tiro. Mi padre se levantó como impulsado por una palanca y se
quedó ahí sin saber qué hacer.
Yo fui corriendo a la ventana. ¿De verdad habría pasado algo o se le estaban yendo las cabras a mi
jefa? De un brinco subí al mueble pegado a la pared. La ventana estaba abierta y saqué medio
cuerpo hacia la calle. Desde arriba, la vi corriendo como loca: la greña se le desparramaba por la
espalda, con las manos iban agarrándose los pantalones y, descalza, esquivaba hoyos y piedras.
Era muy raro verla así. Ella siempre tan relax, tan campante.
A través de las ramas de los árboles, pude ver las luces estáticas una cuadra más allá. Ella tenía
razón: no había música y solo se escuchaban unas sirenas a lo lejos. Las luces estaban prendidas,
pero ya no se movían. A media calle había una bolita de curiosos bajo una luz roja. Nada más.
Simón.
Me cayó el veinte y a mi jefa mucho antes que a mí. Si las noches de sábado eran las mismas de
siempre…, si veíamos películas de acción hasta la madrugada…, entonces mi carnal, siguiendo la
rutina, debió bañarse, cambiarse y salir con su camisa de flores, el pantalón blanco y los zapatos
boleados a tirar rostro; a bailar salsa a aquel toquín. Esa noche, además, ya nos había dicho que
venía el Perla Antillana.
Mi jefa se la olió desde antes. Bajé del mueble buscando mis zapatos. Corrí por el pasillo, me
deslicé en el pasamanos de la escalera de caracol y atravesé el zaguán. Algo me gritó mi padre,
que estaba ahí, pero lo tiré de loco. Corrí y me fui de boca. Me puse de pie y me eché a correr
hasta caerme de nuevo.
Me levanté y seguí.
Al llegar, me metí a codazos en la bolita. Justo al centro encontré a mi jefa hincada, jalándose la
greña, gritando con un hilillo de voz.
—No —decía.
Sobre el asfalto, bajo la luz roja, estaba tendido el cuerpo: largo, cubierto con una sábana y
rodeado ya por cuatro veladoras prendidas.
—No —repetía mi jefa—. No.
Iba a quitar la sábana, pero justo en ese momento alguien me agarró.
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Haz un donativo aquíCuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por una docena de revistas. Hijo,
también, de la CDMX. Demasiado viejo ya para morir joven.
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