Con su humor y su estilo característico, Toño Malpica nos sumerge en una historia que nos lleva de un temblor a otro, solo para recordarnos que, sin importar la época, siempre se nos puede romper el corazón.
Fue una tarde como cualquier otra cuando, en las inmediaciones del metro, el Durandurán se sentó en una banca a preguntarse cuál era el sentido de su vida ahora que Luz Estela ya no estaba. Se detuvo en una tienda de discos a curiosear y hasta cedió al impulso de comprar un LP de The Outfield para terminar obsequiándoselo a un niño con uniforme de escuela secundaria. En ese momento no lo sabía, aunque ya lo figuraba: que no volvería a su casa y que tal vez tampoco vería una nueva puesta de sol en su vida. Acaso por eso aguardó a que se le acabara la pila a su Walkman y, hecho esto, lo arrojó con todo y casete y audífonos de esponjas rotas al basurero de la entrada de la estación. Fue una tarde como cualquier otra que compró un boleto y lo insertó en el torniquete para ir a sentarse al suelo del andén, dirección Observatorio. Fue una tarde como cualquier otra, solo que de 1985, cuando se cayó a las vías.
Hay que ser condescendientes con él a este respecto porque siempre sostuvo que se cayó, a pesar de que varios de los que sí se habían aventado estaban ahí cuando ocurrió. Y más de tres aseguraron desde el principio que nadie se va a parar a esa zona del andén si no es con el firme propósito de aventarse. No había cámaras en ese entonces, pero tampoco dudas al respecto. Ellos lo habían hecho. El Durandurán, a sus dieciocho años, también. Fin de la controversia.
Pero él sostenía que se había caído únicamente para salvaguardar un poco de dignidad porque, en el segundo exacto en el que estaba cayendo, pensó que era una completa idiotez tirarse a las vías por una novia. Por una novia que, además, no se la había arrebatado un rival sino el mundo. Una novia que, para más señas, había empezado a andar con él apenas un mes atrás. Una novia que, de todos modos, no podía asegurar que podría encontrar en la ultratumba (como después comprobó). Una novia que, aunque varias veces le había respondido con un “y tú el mío” a su provocativo “eres el amor de mi vida”, muy probablemente habría podido olvidar echándole ganas, que al fin apenas terminaba la prepa.
El caso es que el resto de los que sí se habían aventado a las vías aceptaban su versión solo por darle gusto, porque todos sabían que era imposible que se hubiera caído, resbalado, tropezado.
Como fuese, al igual que ellos, el Durandurán tampoco quiso abandonar la seguridad del inframundo (bien visto, era una muy poética manera de referirse a ese pedazo de urbe que compartían solo por estar varios metros por debajo de las calles). Y al igual que los otros, el Durandurán se volvió uno más de los que se paseaban entre las vías, los pasillos, las estaciones, los transbordes, debido a la sospecha de que todavía tenían pendientes en el mundo que requerían ser atendidos. O acaso (también es posible) porque nunca habían visto ninguna luz cegadora a la cual poder dirigirse en su afán por trascender a otro plano.
La única diferencia es que el Durandurán conservaba algunos objetos consigo. Objetos que, pese a haber quedado destrozados y hasta calcinados cuando apartaron sus restos mortales de las vías, en esa otra realidad se mantenían intactos. Un cubo de Rubik que, después de décadas, aprendió a armar. Un Tele Guía con Paco Stanley en la portada que leyó hasta el hartazgo. Un cuaderno donde ejercitaba poemas para Luz Estela, esa novia que le arrebató el temblor. Un llavero de Michael Jackson. Y si a eso agregamos su pinta de pertenecer al grupo que le había granjeado
el apodo, era el habitante más peculiar que se hubiera visto en el inframundo por más de treinta años.
Aquella señora que se arrojó por no tener con qué alimentar a sus hijos. Aquel hombre que fue descubierto robando. Aquel loco de celos. Todos se sentían seres grises, típicos y atormentados al lado del Durandurán, quien había aprendido a vivir (es una forma de hablar, claro) sin contrariedades.
Por eso aquella mañana, cuando se encontró con Luz Estela esperando el metro dirección Indios Verdes, todos supieron que el mundo se acababa poco a poco.
Porque no se trataba de ella, eso era imposible; pero sí era su misma cara y su misma sonrisa y su misma forma de apartarse el cabello de la frente y de apretar sus cuadernos contra el pecho… cuando tenía 18 años. Cuando respondía “y tú el mío” a las provocaciones del Durandurán.
Todos lo supieron. Aquel adicto que se había arrojado en el malviaje de la droga, aquel anciano a quien le habían declarado metástasis, aquella muchacha rota por dentro. Todos supieron que el mundo se acababa el día en que el Durandurán admitió, por vez primera, que él también se había arrojado a las vías porque el mundo le había arrebatado una novia.
Fue una tarde como cualquier otra, solo que de 2019, cuando el Durandurán, cansado de ver a Luz Estela pararse todas las mañanas de lunes a viernes en la misma estación, decidió dejar el inframundo. Y llevar consigo su cubo, su Tele Guía, su cuaderno, su llavero, su peinado ridículo de los años ochenta. Y una esperanza de décadas porque tal vez, solo tal vez, aquel 19 de septiembre no hubiesen ocurrido las cosas como él había pensado. Y tal vez, solo tal vez, Luz Estela, la real, le abriera la puerta a su hija cuando volviera de la escuela y sintiera un hálito de nostalgia incomprensible y se acordara de un novio que tuvo y que jamás volvió a ver mientras escuchara casualmente en la radio “Careless memories” y pensara que hay días extraños en los que así, de la nada, dan ganas de tomar el transporte público, sin rumbo aparente, pero con los audífonos bien puestos.
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Haz un donativo aquíMúsico y escritor mexicano, escribe principalmente para niños y jóvenes. Ama el jazz, el café y los tacos al pastor, aunque no necesariamente en ese orden.
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