Summer of Love. Fotografía de ©Gobierno de la Ciudad de México, Secretaría de Cultura, Museo Archivo de la Fotografía. [010891-R423-08-005]. Manifestación estudiantil (27 de agosto, 1968)
Fotografía de ©Gobierno de la Ciudad de México, Secretaría de Cultura, Museo Archivo de la Fotografía. [010891-R423-08-005]. Manifestación estudiantil (27 de agosto, 1968)

Summer of Love

09/11/2020
Por Iván Medina Castro

En este relato autobiográfico, Iván Medina nos transporta al verano de 1966, cuando sus ojos adolescentes atestiguaron una inminente ebullición social, marcada por movimientos jipitecas, ideas revolucionarias y experimentación con nuevas drogas.

Vaya fabulosa añoranza de aquel particular verano, cuando el mundo parecía estar en perenne efervescencia y mi alrededor giraba bajo un embrujo, producto del profundo aroma a incienso y el aleteo de brillantes colores mágicos como el vuelo en desenfreno de mariposas multicolores. Fue una época álgida, alumbrada por un cielo de diamantes cuya bailoteante luminosidad hechizó las mentes de una generación gobernada por el signo de Acuario.

El mes de junio se hizo inaugurar con un sol brillante y resplandeciente para todos: para buenos y malos, comunistas o capitalistas, pero, sobre todo, para aquellos chavos de onda: “Human Be-In”. En el contexto internacional, los conflictos bélicos entre los dos colosos para controlar zonas de influencia habían hecho desbordar sus actos de mezquindad en una crisis sin precedente no más de cuatro años atrás, tomando como peón en esa ocasión a la hermana República de Cuba. Sin embargo, gracias a las veladoras diarias ofrecidas a la Virgen del Cobre y las interminables plegarias recetadas por la tía Piedad y su séquito de Hermanas de la Vela Perpetua, la humanidad entera se salvó de correr el riesgo de desaparecer. Probablemente fue a raíz de aquel tenebroso suceso de Guerra Fría y de la intervención militar estadounidense en Vietnam que mi hermana —y el grupo de “jipitecas” al cual pertenecía— decidieron entrar en un nivel superior de conciencia, convirtiéndose en las pioneras en México en unirse al organismo británico anti-balístico Campaign Nuclear Disarment (CND). A partir de entonces se manifestaban periódicamente frente a la resguardada embajada de los Estados Unidos, vistiendo huipiles oaxaqueños adornados con bordes de motivos coloridos y calzando enormes chanclas de suelas de llanta; llevaban sus cabellos sueltos y enmarañados, las caras pintarrajeadas con símbolos de paz, largos collares de pulcros claveles posándoles en sus desnudos pechos. E imprecaban desde altavoces: “¡Lo único necesario es dar amor!”, “¡Haz el amor, no la guerra!” o cosas aún más llegadoras: “¡Unas manos hurgando tus miembros es algo más moral y divertido que un dedo activando el gatillo!”.

Pobre viejo, cuántas canas no le habrá sacado su primogénita luego de tantas veces que fue a rescatarla de los mal afamados separos ministeriales, acusada de disturbio en la vía pública, faltas a la moral y disolución social. Hasta que llegó el día funesto en que María terminó presa por un breve lapso en el Palacio Negro, la cárcel de Lecumberri. Debido a la preocupación sufrida, papá murió de un paro respiratorio una semana después. Sin embargo, aquella fuerte lección no obligaría a mi hermana a doblegarse en la defensa de sus principios. Recuerdo aún la resonancia de su frase favorita cuando la visitaba en su penitencia en la crujía Z: “¡Carnal, recuerda siempre esto, es más fácil claudicar que dar tu vida por tus ideales, nunca te rindas!”.

En esos días de nostalgia propia y ajena, en donde los movimientos feministas invocaron a la “revolución sexual” al incinerar los sostenes en piras blasfémicas, ante el estupor de las familias ortodoxas y la maravillosa experiencia visual de nosotros los jóvenes, el aire emanado tenía una densidad ingenua, con un apreciable olor picante a pimienta y menta, propia de idealistas y soñadores. Pero, por otra parte, del lado oscuro de la luna estaba la línea de los duros, de los extremistas, de aquellos chavos que, como mi hermano Ernesto, vociferaban: “¡Queremos el mundo, y lo queremos ahora!”.

En casa, cuando llegábamos a estar reunidos todos los miembros de la familia, después de que los sagrados alimentos fueran santificados por la abuela, el sacro ambiente reinante adquiría, inexplicablemente, una tonalidad opaca con un aroma a azufre, pues era inane la existencia de un acuerdo entre la pacifista y el revolucionario. Ignoro la razón de ello, pues en el fondo los dos anhelaron lo mismo: un mundo mejor. Mi hermana, harta de la retórica dogmática de mi hermano, daba las gracias y se retiraba a su recámara con su plato de verduras orgánicas; en cuanto a mi carnal, él seguía citando interminablemente a grandes hombres libertarios, concluyendo siempre con su frase predilecta, al parecer de un negro de moda, un gringo activista por los derechos civiles, un tal Malcolm X: “Todo, por cualquier medio necesario”.

Mi madre era, al parecer, la única que entendía la descarga de tanta palabrería, pues nunca la vi abandonar el comedor sin antes lograr apaciguar a Ernesto. Lo realmente extraño era ver cómo no mostraba ninguna preocupación por las posturas radicales de su hijo. Supongo que mientras esos pensamientos subversivos no salieran de la cocina, todo estaba bien. Sin embargo, el día inesperado se presentó ante nuestra entera conmoción. Esa noche aromática de carmines y tréboles, Ernesto llegó extrañamente tarde a la cena, encontrándonos remojando chilindrinas y conchas en las vaporosas tazas servidas con leche y café. Él, feliz y con un semblante de convencimiento moral, se paró imponente en la sala y anunció con una voz clara y precisa su alistamiento en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (F.S.L.N). Esa noche a mi angustiada madre se le nublaría la vista e, inconsolable, le profetizó su destino: “Querido hijo, si te metes de redentor, saldrás crucificado”. Y, claro, ese sino había sido la lamentable realidad histórica de todos nuestros parientes que de alguna manera se habían involucrado en movimientos de revoltosos. El último de ellos fue el abuelo, quien fue ultimado por el gobierno durante la guerra cristera. Pero eso a Ernesto no le importaba, pues sin poner atención a las palabras de su agonizante madre, se hincó e, interrumpiéndola, le pidió su bendición. A 2000 años luz de casa, jamás volvimos a saber de él. Aún tengo muy presente aquella noche triste tornándose gris y fría, nada semejante a las brillantes y movibles luces observadas con mi cuate “El Groovy” al viajar con Lysergic Acid Diethylamide (LSD) y conocer los secretos de la poderosa música psicodélica en los “hoyos funkies”, utilizando al rock and roll como una nueva forma de comunicación de nuestra era.

Luis, aunque era el penúltimo de los miembros de la familia, parecía ser el más intelectual, autónomo y excéntrico de todos nosotros. A él raras veces se le veía en el hogar, pues prefería vivir con su chica en una enorme comuna establecida cerca de los canales de Xochimilco, el lugar propicio para la libre expresión y la creatividad, y para llevar a la práctica su rollo ecologista, pues cosechaban alimentos colectivos —incluyendo la marihuana que continuamente se atizaban—, todo de la forma más tradicional posible, en plena armonía con la naturaleza, sin la utilización de fertilizantes ni agentes químicos.

En lo personal, me identifiqué mucho con mi carnal, supongo que en algún momento de mi vida quise ser como él; lo imitaba al vestir y hasta en el caminar. La verdad es que gozaba mucho cuando repentinamente llegaba a visitarnos, pues siempre traía auténticos presentes para todos los miembros de la casa; a mí me regalaba libros muy densos, como el de Ken Kesey, One Flew over the Cuckoo’s Nest, el cual, según me aseguró Luis, se basó en buena medida en las vivencias de Ken como voluntario en los experimentos con drogas psicotrópicas del gobierno estadounidense; sin embargo, yo había leído por allí que el autor se inspiró mientras trabajaba en un hospital para enfermos mentales. También llegó a obsequiarme algunos acetatos de mi cantante favorita de blues, la bruja cósmica, Janis Joplin y su Big Brother and the Holding Company. Lamentablemente, a pesar de sus constantes muestras de cortesía, Luis no era bien recibido por la matriarca, quien si bien toleraba su greña esponjada estilo afro y su notable barba descuidada, de plano salvaje, no aceptaba su vida en promiscuidad con Sofía, a quien llamaba “la concubina”. Él, al escuchar la cantaleta reprobatoria de mamá, solo encogía los hombros y se salía al refugio de la calle dando grandes zancadas, luciendo sus botas de gamuza de motociclista y sus pantalones de mezclilla acampanados.

Una vez, decidí seguirlo sin la autorización de mamá, ni de nadie. Caminé tras él por un largo rato a través de avenidas y calles desconocidas, hasta parar en una librería con un parecido más a un café de chinos, donde se sentó sobre unos costales amontonados en el suelo. Antes de decidir entrar a su encuentro, lo observé liar un cigarro en un zig-zag —papel arroz— que al prenderlo emanó un fuerte olor a petate quemado. Al verme, me pidió con una voz semejante a la de un ventrílocuo no comentar nada sobre sus hábitos a la hierba. Le prometí no hacerlo y hasta la fecha lo he cumplido.

Esa tarde pasé un momento inolvidable, platicamos del porvenir y del acontecer de su vida. Me comentó sobre sus intenciones de irse a vivir a una comuna en el corazón de Haight and Ashbury y, en cuanto se estableciera allí, unirse a los Pranksters del Dr. Timothy Leary y sus populares sesiones de alucinógenos para expandir la conciencia y lograr así experiencias místicas con una profunda carga de espiritualidad, o de perdida rolar por los caminos a bordo de “Further”, el camión mágico. Súbitamente, él y sus amigos enloquecieron, no dejaban de carcajearse aparentemente por nada. Me espanté tanto que me fui sin despedirme. Fue la última vez que lo vi ese año.

 

Los días pasaron y en el buzón recibí un paquete de San Francisco; de su interior extraje una bonita postal que decía al reverso: “Te extraño un chingo, pequeño, pero aún falta un buen rato para que regrese. La banda ya logró un espacio para tocar el próximo año en el Monterey Internacional Pop Festival. Oye, te envío un libro súper cool de Thomas Wolfe, The Electric Kool-Aid Acid Test. Cuídate mucho y llena de besos a la jefa por mí. Luis”.

Ese verano de amor y paz me marcaría para siempre, dando forma a la vida con su poder cambiante y abrasivo, lleno de experiencias, pérdidas y nuevos retos, pero para mis ojos, lo único con sentido en aquel momento, era cortejar al amor de mi vida, a la vecina del edificio contiguo, a quien con mi persistencia, el tiempo y algunos pétalos lograría hacer mi inseparable esposa.

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Iván Medina Castro

Escritor. Su libro más reciente es Más frío que la muerte (UAM, 2017). Amante de la rumba y la parranda.

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