Jorge Pedro Uribe recorre el centro de la cuidad, pasando de antojo en antojo, de platillo en platillo, de conversación en conversación, para recordarnos que debemos quitarnos la venda que llevamos en el corazón.
Nadie se entera de nada. Vamos por la vida con una venda en los ojos. Lo bueno que tenemos orejas. Nos metemos al Sanborns de los Azulejos, aunque no traigamos un quinto, para escuchar las conversaciones del prójimo; solo hay que decirle a la mesera que nos aguante un poquito, que aún estamos revisando la carta. En las barras una señora de voz ronca, más Martha Debayle que Paulina Rubio, le explica a su nieto la leyenda del Minotauro. “¿Sí sabes lo que es un laberinto?” Al niño LVV. “¡Ya apaga ese iPad!”, le grita y aquel se suelta llorando. En bloque, la tropa de ancianos solitarios dirige su mirada hacia ellos, sin mover la cabeza, acostumbrados por lo visto al disimulo. “¿Sabes que el de Lafragua también tenía barras como esta?” Pero el chamaco sigue chille que chille, che con che berrinche. DLV. Derrotada, la mujer acaba cediendo y ahora cada quien a lo suyo, él a sus juegos, ella a los propios pensamientos, los cuales parece que deshebra, y quizá se descerebra, hasta de plano aburrirse, y así no tiene más remedio que prestarle atención a los otros. Ella sí girando la cabeza, estableciendo contacto visual, y aquí es cuando decidimos regresar des-pa-ci-to a la calle, muy dignos y erguidos nosotros, limpiándonos la peregrina manicura en las solapas imaginarias.
Atrás quedan sonando platos y cubiertos como claquetas de una película en la que no hay chance de participar. Caminamos para San Juan, sus maderos piden pan, sí les dan, a nosotros no, ¡qué hambre! Aburridos, desvelados, oímos el bullicio por afuera de una cantina. ¿Alegres o enojados esa bola de señores? Sus risas no dan risa. Un metrobús amenaza con atropellarnos, el claxon hostil, qué buen olor despide el Villarías. Pasamos por el Huequito, alguien menciona que en este local se inventó la carne al pastor, qué tontería. “¡Otros dos, de favor!” ¿El taco de favor qué lleva? Comoquiera, se antoja y mucho. Después entramos al cercano mercado de especialidades. Un muchacho le cuenta en inglés a un grupo de extranjeros la historia de Ernesto Pugibet, un francés pobre que termina haciéndose rico,
NVV, igual nos arrimamos a ver si nos toca alguna cortesía como a ellos. Nada. Nuestro aspecto acaso demasiado nacional. “Terri c!” Nos concentramos en la música y el griterío cansino de los vendedores. Ya vámonos mejor, ALV, que aquí no pintamos nada. De regreso a nuestra casa, es una suerte que tengamos una, y el refri lleno, nos preparamos un sándwich, bobo experimento el de esta tarde, ya viene el agua vespertina del verano eterno y afuera sí que hay gente que deambula hambrienta. Lo bueno que tienen orejas. ¿Y nosotros? Nadie se entera de nada. Vamos por la vida con una venda en el corazón.
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