Yo entonces tenía 20 años. Ilustración de Emiliano Coca
Ilustración de Emiliano Coca

Yo entonces tenía 20 años

09/07/2020
Por Germán Dehesa

Germán Dehesa nos embarca en un viaje a su juventud; a su decepción de la ingeniería y su deseo por enamorarse de la literatura; a sus encuentros, descubrimientos y decepciones; a sus maestros y a las grandes lecciones aprendidas.

Yo entonces tenía 20 años, y era delgado, sonriente e impune. Había leído mucho y había vivido muy poco. Dos años en la Facultad de Ingeniería Química con horarios que exigían estar en Tacuba a las siete de la mañana, con la bata puesta y el cerebro funcionando, me habían convencido de que mi ineludible destino era ser un hombre de letras y levantarme a las 11 de la mañana. Fue así, con un examen siquiátrico de por medio, y después de protagonizar una impugnable escena con mis padres, caracterizados por Marga López y Fernando Soler, como ingresé aquella tarde a la Facultad de Filosofía y Letras.

No me es fácil hoy evocar mi estremecido azoro, ante la fauna equivocada y variopinta que ahí encontré, malhablando vigorosamente en el descanso de la escalera conquistada, el Aeropuerto del Amor, sobre temas y personajes tan diversos como Carlos Fuentes o el trotskismo. Las muchachas, todas ellas en flor, usaban morral y se miraban en lugar de a uno, con ojos de Hiroshima, mi amor, que era la película del momento. Los muchachos, por su parte, comenzaban a usar el cabello largo y cultivaban una fingida náusea existencial que pronto el maestro Poncelis se encargaría de volver real, al indicarnos con su peculiar voz de cantante de trío: “Para mañana hay que memorizar la primera declinación.” Yo estaba muy desconcertado. Entre Amancio Bolaño e Isla que me decía “pichoncito” y Ernesto Mejía Sánchez, que levantaba barricadas de sillas en la puerta del salón, para que no entrara el imperialismo yanqui a interrumpir su coreografía verbal en torno a Concolorcorvo, yo volteaba a ver a la única amiga que había logrado hacer, y muy borgianamente le preguntaba: “¿En qué país estamos, Agripina?” Y ella, cerrando los ojos, ni me dejaba pasar ni me respondía nada. Se terminaba la clase y salía uno al corredor para ver desfilar a un viejecito de intenso color azul como nos quedan muy pocos; o al archimandrita que avanzaba entre risas y gritos de muchachas; o a Juan José Arreola, que volteaba para todos lados con su capa de vampiro y su gorro de guardagujas.

Y entre tantos recuerdos escojo uno: María del Carmen Millán, mirándome a los ojos y esbozando su media sonrisa, mientras me decía: “Mijito, vamos a tratar de decir la menor cantidad posible de tonterías.” No sé bien cómo decirlo, pero a la doctora Millán la quise muchísimo y a cada momento la echo de menos. Fue ella precisamente, la que por primera vez pronunció para mí el nombre de Rosario Castellanos. Estábamos enfrascados en la ardua tarea de aprender a hacer fichas. María del Carmen había propuesto… no: había ordenado, que elaborásemos nuestro fichero bibliográfico sobre algún novelista mexicano. Dicho esto pasó a proporcionarnos una lista interminable de nombres que incluían a Pedro Castera, Luis G. Inclán y a Rosario Castellanos. De esta última nos habló con entusiasmo, al tiempo que nos proporcionaba temas, argumentos, personajes principales, secundarios e incidentales, ambiente físico, ambiente sicológico, estructura y estilo de Oficio de tinieblas. Oído esto, yo, que como todo mexicano estoy automáticamente predispuesto contra la publicidad excesiva, decidí no escoger a Rosario Castellanos, y en su lugar, estudié al Bramadero de Tomás Mojarro —eso siempre y todavía pone lágrimas en los ojos de Tomás.

Así pues, hubo de posponerse un año mi encuentro con Rosario. Este habría de tener lugar en el curso de Literatura Comparada que ella impartía en 1965. Para ese entonces, ya había yo logrado una adaptación casi total a la enrarecida atmósfera de la Facultad. Veía yo pasar a las Galindo, o veía yo a Horacio Caballero vestido de negro y conjurando al sol a que se ocultara a las 6:45, como el Rey de El Principito, y ya nada de eso me afectaba. Por el contrario, comenzaban a afectarme las comidas con mi familia, o los recuerdos de mi infancia transcurrida en el Club Vanguardia, bajo el vociferante imperio del padre Pérez del Valle. La Facultad comenzó a ser —así lo será siempre— mi única, mi verdadera casa.

Todo esto pasaba en 1965, el año en que Justino Fernández, Rubén Bonifaz, Edmundo O’Gorman y Luis Rius fueron mis maestros. Fue también el año en que compartí con Rosario Castellanos. Llegado a este punto, me resulta difícil aceptar que estoy hablando del pasado; que muchos de los seres que ahora nombro están muertos, y que no hay ya para mí una tarde como aquella, en la que por primera vez me encontré con la maestra Rosario.

Mi primera apreciación fue más bien negativa: talle desgarbado, con poca gracia para vestir y sin esa exuberancia de leona poblana que tenía María del Carmen; me decidí sin embargo, a darle una oportunidad. Me dispuse a leer a Rosario Castellanos. Ella comenzó a abordarnos; creo recordar que de entrada nos explicó lo que era la Literatura Comparada, para luego aclararnos que precisamente ese año, el curso no iba a ser de Literatura Comparada. Ese año habría que leer, a razón de cien páginas semanales, a Marcel Proust.

Esto era en el día. Durante la noche no la copa del festín, no la alegría de la serenata, no el sueño deleitoso.

Sino los ojos acechando en la oscuridad, la inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos para cobrar la presa que huye entre las páginas.

Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores, llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.

He contrabandeado esta estrofa de “Lamentación de Dido”, sin más justificación que mi certeza, de que en ella se cifra esa fundamental lección de discernimiento que yo recibí de Rosario. Gracias a ella, a su presencia viva y entrega clase a clase, aprendí que ser maestro no es fácil; que ese Eros pedagógico del que nos hablaba Edmundo O’Gorman, sólo le ha sido concedido a unos cuantos, y que hay muchos seres que ocupan una cátedra, pero en realidad no comparecen del todo; en realidad no existen como maestros; en realidad, sus palabras son como volutas del silencio. En la voz de la maestra Castellanos, por el contrario, hubo siempre “el robusto sonido del oro”; su inteligencia —que no me atrevo a calificar de femenina, porque al parecer es algo que ahora suena terriblemente insultante—, era sin embargo, suave y traslúcida, múltiple y serena. Leer con ella a Proust fue una experiencia proustiana, que hoy se resiste a ser evocada y a ser disminuida por las palabras.

¿No es un deber tratar de reconstruir aquellas tardes de mi juventud presididas por los volcanes, que a los lejos se disolvían en azules y violetas? Ante Rosario, con sus ojos relumbrosos y las dos breves manos en abanico, llamaba nuestra atención sobre los mecanismos de la memoria involuntaria en los laberintos del amor, todavía más involuntarios, al tiempo que construía sutiles puentes que nos permitían circular del salón de los Verdurin hacia la poesía de Paul Claudel, o al pensamiento de Simone Weil, o a algún verso de Quevedo, o a algún refrán chiapaneco, o a los problemas para cocinar el arroz. Todo cabía y todo podías entenderlo. Rosario traía a la clase todo su ser, y haciéndolo, lo compartía íntegro en su trabajo de maestra. En tanto había verbo, inteligencia y voz en sus palabras, era un júbilo escucharla. Años después alguien me diría: “Lo curioso de Rosario es su total capacidad para ser confidencial, sin ser jamás íntima.” Mercedes: no estoy de acuerdo.

Rosario Castellanos, mi maestra de Literatura Comparada que no era comparada, creaba martes y jueves a las 5 de la tarde, una dulce intimidad en la que no frente a nosotros, sino junto a nosotros, desmenuzaba con esa misma paciencia con la que las muchachas de pueblo limpian los frijoles, cada uno de los párrafos que Proust, en el insomnio, proponía a nuestra vigilia. Y aprendimos mucho acerca de Proust y acerca de Rosario; ella tampoco podía contar esa historia sin contar la suya.

Todo esto ahora se comprime en unas cuantas páginas, que aun antes de ser escritas se han manchado de amarguras que en aquel tiempo no existían. En la realidad, por lo menos en la realidad de mi recuerdo, las cosas fueron de otra manera. El modo de Rosario era sonriente y pausado, de cien en cien páginas. Fue así como visitamos Combray, y atestiguamos el nocturno alumbramiento de una vocación literaria, y anduvimos por los aledaños Beauvais, y aprendimos que aquello que durante un trecho del camino está a la derecha, tiempo después estará a la izquierda. Y conocimos a las tías de Proust, y en los ojos de Rosario apuntaron dos jubilosas lágrimas, que atestiguaron los regocijos que a ella le provocaban ese par de ancianas ajadas. Y cuando llegó el momento de entrar por el camino de Swann, Rosario, y con ella nosotros, escogimos el correr del amante de postgrado que se ahoga en un chorro de palabra; el suntuoso ropaje de los celos, el deseo y el abandono. Lúcida y comedidamente guiados por Rosario Castellanos visitamos ese infierno. De ahí volvimos con la doble convicción de que Proust era un prodigio y de que a nosotros todavía nos faltaba mucho por andar para realmente encontrarnos con él. Sólo el tiempo nos ha permitido entender de qué modo las lecciones de Rosario poseían una sagacidad y una lucidez inalcanzable —con puentes— para nosotros. Esta es una de las razones por las que creo que nuestra historia de ella, y de unos cuantos maestros más, no ha terminado. Sus lecciones están ahí pendientes de que llegue ese encuentro, esa lectura, ese acontecimiento, ese júbilo o ese dolor, que habrán de colocarlas en su justo ámbito. Mientras tanto, algunos de nosotros nos hemos vuelto maestros. Yo ahora doy clases sobre En busca del tiempo perdido, y al hacerlo, dos pares de ojos igualmente negros, igualmente abiertos, igualmente rientes y afligidos, me contemplan desde el distante espectro de mi memoria: los ojos de Proust y los ojos de Rosario.

Hoy he intentado evocarlos, invocarlos. He tratado de traerlos hasta aquí para enfatizar mi amor y mi nostalgia que abarcan no sólo su voz, su presencia, su sonrisa y sus lecciones: abarcan también, y todo va junto, aquel tiempo en que fui joven, aquel tiempo en el que estudié literatura y me enamoré de ella, de mi Facultad, de mis condiscípulas, de mis maestros; aquel tiempo en el que Justino Fernández, Luis Rius, Sergio Fernández, María del Carmen Millán y Rosario Castellanos, sabia y amorosamente, promovían el encuentro con el escritor.

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Este texto lo rescató el editor Gerardo de la Cruz del Centro de documentación literaria “Casa Leona Vicario” de la Coordinación Nacional de Literatura del INBA, y se publicó en un volumen fugaz y poco conocido, un Cuaderno de apuntes, de Germán Dehesa. Hoy, sus hijos Ángel, Juana Inés, Mariana y Andrés, con enorme gusto, lo rescatan de nuevo para disfrute de los lectores de Mi Valedor.

Germán Dehesa

Fue un lector, maestro, guionista, escritor y periodista veracruzano que por un error nació en Tacubaya. Y que supo ser feliz con las palabras.

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