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Andrea Montes nos habla de la importancia de saber perder el tiempo, de tener ratos de ocio, de diversión, y de cómo cada época ha tenido los suyos. ¡Pero cuidado! Podría ser que los del siglo XXI no sean la mejor opción.
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El arte de matar el tiempo es, quizá, uno de los talentos innatos más antiguos de los seres humanos; pero también es el menos valorado de la cultura moderna. En algún momento, y por razones que no vale la pena mencionar, esta habilidad cayó en la deshonra. No me sorprendería que un banquero o un empresario –o algún infeliz hiperactivo sumido en cocaína todo el día, como probablemente lo estén los anteriormente mencionados– haya puesto en marcha una campaña sistemática de destrucción y desprestigio sobre la placentera actividad de entregarse de lleno a matar los segundos, minutos y horas del día haciendo una actividad improductiva.
Y es que hablar de “matar el tiempo” en voz alta resulta ser un crimen imperdonable y vulgar para la sociedad neurótica del siglo XXI, tan acostumbrada a la productividad, al acelere, a lo rápido, breve y corto, en donde no “tener tiempo que matar” es precisamente la meta: llenarse el tiempo de todo, para
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después no tener tiempo de nada. Pero no importa lo que digan los ritmos modernos, nada podemos hacer para remediar este mal heredado de Platón, y llámelo como usted guste, querido lector, filósofo o huevón, pero este maravilloso arte de “no hacer nada” resulta inherente a cada generación desde hace años.
No porque el arte de perder el tiempo sea un bien en peligro de extinción en esta acelerada sociedad, quiere decir que no nos pueda servir como una narración social que nos cuente una historia sobre cómo se divierten los humanos en un momento dado y su psicología. Nuevos asesinos nacen para imponer un nuevo arte de matar los minutos. Pero eso sí, a cada generación le corresponde su propio vicio. Para los de la generación del 81 se llamó jugar a las maquinitas; cada vez que se quería jugar, había que ir a un local o centro comercial, y la característica principal de estos juegos era algo que no se conoce hoy en día: que cada vez que jugabas, era como si lo hicieras por primera vez. Pero seguramente ya lo sabe usted, apreciado lector: con los años se tiene menos tiempo de ir a las maquinitas, un ritual que para alguien del 98 en adelante es tan antinatural, que hasta le resulta ofensivo verlo.
Los nuevos asesinos de minutos ya no saben de eso de ceder la mente a la distracción de una tarea no rentable, recreativa y que de preferencia sea una que no produzca un desgaste neuromotriz por estar en un sillón o, en todo caso, pendejez: ese fenómeno específico de las sociedades postmodernas que provocó el paso de la máquina al vicio del Candy Crush, la nueva manera de matar el tiempo tan ridículamente misantrópica e individualista. Y aunque con lo digital todo puede ser sustituido si está bien diseñado –incluso mi adorada maquinita de Pinball–, la diversión del siglo XXI ha extinguido los rituales humanos, la nostalgia del tocar, ver y sentir el objeto, de interactuar con humanos aunque sea para verlos pasar o escucharlos en multitud. La diversión en este esquizofrénico siglo XXI es muy parecida al efecto de un placebo: tiene el mismo aspecto, gusto y forma que un medicamento verdadero, pero está hecho de productos inertes y sin ningún principio activo.
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