Este cuento, o carta, según quiere verse, nos lleva a esas relaciones desastrosas, esas rupturas dolorosas, esas heridas que tardan meses o años en sanar, pero que cuando lo hacen, nos dejan una satisfacción plena.
Esta carta es para que nunca la leas, aunque me gustaría que en un descuido te la encontraras.
Nunca te lo dije, pero la primera vez que me invitaste a salir estaba tan nerviosa que caminé los 8.5 kilómetros de distancia que dividen a la Colonia San José Insurgentes de la Cuauhtémoc. 8.5 kilómetros, más de 50 cuadras, 2 horas de camino; algo muy inusual para una ciudad que no se distingue por ser amable para el peatón. Quería hacer tiempo; la espera para verte me daba demasiada ansiedad y caminar parecía ser la única forma en la que podía calmar esa energía que no me permitía ni sentarme. Ahí empezó el problema- siempre te vi por encima de mí, me costaba trabajo entender que yo te podía gustar. Tú tan intelectual y guapo. Yo sin trabajo ni dinero. Yo que me sentía desechable.
Nos despedimos hace dos años. Era domingo, el inicio del verano: cuando los días largos y calurosos son interrumpidos por las tormentas de las seis de la tarde; el cielo cruje y los chilangos nos preparamos para la venganza de Tláloc. Sabemos lo que sucederá: las vías se inundarán con ríos de autos furiosos que pitarán al son de la luz verde de un semáforo descompuesto; el transporte público se infestará de ciudadanos empapados, agresivamente determinados a entrar a un vagón de metro empañado de sudor. Comenzará a caer granizo; nos asustaremos como si no fuera lo mismo cada año, como si fuera la primera vez que vemos que el cielo escupe pequeñas bolitas de hielo “¡Qué desmadre!”, comentaremos enojados.
Y en efecto: qué desmadre. El verano recalca la histeria de una ciudad ajena a rehabilitación.
Me acuerdo de los olores: a concreto caliente; a humedad; a la contingencia tan penetrante de la Ciudad de México. Ese olor polvoso que advierte la llegada del estallido; cuando volteas para arriba y comienzas a ver que caen unas gotas gordas sobre la banqueta gris – en ese momento sabes que en cuestión de minutos todo se irá a la chingada, empezando por el cielo.
Discutimos – por enésima vez- lo indiscutible: tú quieres, yo no quiero, tú mereces, yo no puedo. Después de coger en un motel me dijiste que lo mejor era dejar de vernos por completo. Yo no estaba de acuerdo, rescaté las banalidades de nuestra relación para pedirte que por favor no te fueras. A ti te molestaba cada vez que alzaba la voz, a mí me dolía la monotonía con la que me explicabas la cosas, lo fácil que parecía ser para ti dejar de hablar conmigo.
Manejaste hasta mi casa en un regreso silencioso, empezaba a llover. Creo que no te diste cuenta, pero en ese regreso voltee la cara hacia la ventana para que no pudieras ver que me salían lágrimas; no de coraje, ni de reproche, eran lágrimas de profunda tristeza, lágrimas de agotamiento, lágrimas de soledad.
Al dejarme en mi casa me diste un beso largo; me recordaste que me querías, que te gustaba, que te atraía, que a ti también te dolía. Eso se supone que me tenía que hacer sentir mejor, querías de alguna manera amortiguar mis sentimientos desbordados con tu condescendencia.
Me pregunto si ese domingo fuiste a misa.
Muchas veces pedí disculpas por como me comporté la primera vez que terminamos. Me dijiste que mis actos tan irreverentes te dejaron traumado. Acababas de regresar de un retiro, dormiste en una incómoda camita individual (seguro muy pequeña para tu tamaño) y te bañaste con agua fría. Te levantabas por las madrugadas a rezar, a pedirle a la vida yo no sé qué. Hablaste de filosofía, de literatura. Posiblemente también hablaste de mí, ya que tu regreso me dijiste que no podías estar conmigo, y yo, fúrica te grité que eras un cobarde, un pocos huevos. Te avergoncé en un lugar público.
¿Perdón?
Acto seguido fuimos a mi departamento para que yo recurriera a mi tranquilizante de confianza. Expuse ante ti toda mi histeria, muy a la Blanche Dubois. Te fuiste media hora después, titubeante y quebradizo, como si un niño se acabara de encontrar a Eso el payaso asesino.
Nada te asustaba tanto como mi vulnerabilidad. Aún así, regresé a ti.
Me aferraba a una ilusión absurda de lo que pensaba que eran los pilares de las relaciones: el café que me hacías en la madrugada antes de irte al kínder a trabajar; las caminatas por el centro en busca de tiendas de libros de segunda mano; los conciertos en el conservatorio; los besos embriagados en cantinas con los éxitos de José José; los helados en Las Nieves de París.
El poema de Yeats:
“We sat grown quiet at the name of love:
We saw the last embers of daylight die,
And in the trembling blue-green of the sky
A moon, worn as if it had been a shell
Washed by time’s waters as they rose and fell
About the stars and broke in days and years.”
Me sobrepasaba la admiración que sentía de estar juntos. De sentirnos presentes sin agobio. Me sobrepasaba el deseo de que fueras mío (o más bien de sentirme tuya).
Quería que me aprobaras. Quería verte sin tener el miedo de que me rebotaras mis peores inseguridades. Quería que estuvieras enamorado. Quería conocer a tus papás. Quería pasear a tu perro. Quería salir con tus amigos. Quería convencerte de que era yo lo que buscabas. Quería que me desearas. Quería que me vieras. Quería que me vieras. Pinche necia.
Tu bonita cara y el hecho de que habías leído mucho más que yo parecían ser lo suficiente para que yo reaccionara a tus pocas muestras de atención; para que inventara a una persona que no existe. Ignoraba todo lo demás:
Durante mucho tiempo te recordé con memoria selectiva. Decidí quedarme sólo con los recuerdos positivos, los románticos, los cinematográficos. Cuando cocinábamos en mi casa y escuchábamos a los Magnetic Fields. Te recordaba con la misma emoción que había en nuestras primeras citas; la emoción de empezar a conocernos. Creo que el problema fue cuando nos conocimos de verdad; nuestras diferencias se recalcaron casi desde el comienzo pero había una necedad en mí que no me permitía aceptarlo y por lo tanto, no me permitía aceptarte, así como tú nunca me supiste aceptar a mí. Traté de olvidar todos esos meses de angustia, de silencio. Esos meses en el que parecía que la clave de mi tranquilidad estaba en que tú me reconocieras y aprobaras. Yo me odiaba y por eso volvía a ti. Tu indiferencia me provocaba un placer enfermizo.
Supe que te casaste. Me tomó por sorpresa ya que siempre pensé que yo me casaría antes que tú. Cuando me enteré me lo tuve que repetir varias veces para que pudiera hacer sentido. Me obligué a imaginarte de rodillas ofreciendo esa cajita de terciopelo de color azul-grisaceo (supongo que es así, aunque la verdad nunca he estado ni cerca de casarme entonces no sabría de qué color son las cajitas donde se guardan los anillos de diamantes). También me pregunté cómo le hiciste para pagar el anillo. Me di latigazos emocionales: seguro hubo llanto, seguro hubo promesas de amor eterno, seguro hubo un abrazo triunfante, seguro cogieron, seguro se amaron. Imaginé tu luna de miel, te imaginé en la iglesia esperando la entrada de tu mujer.
Y yo, cual Etta James: “All I could do was cry”.
No, no lloraba por desamor. Lloraba porque a mi parecer tú estabas completo y yo seguía vacía, ya que la soledad es una gran parte de mi rutina diaria. Me daba coraje pensar que pudiste ofrecerle a alguien más todo lo que te negabas a darme a mí. Que tú estás feliz y posiblemente nunca piensas en mí.
Te (me) escribo ahora, dos veranos después, desde una ciudad con un verano que también es torrencial pero distinto al DF. Aquí el calor se concentra en la banqueta, sube hasta quedarse plasmado en un aire que parece estar compuesto de partículas de caldo. Aquí la lluvia es el alivio ante un calor que no permite ni pensar, ante un calor que sofoca.
Durante mucho tiempo me impedí odiarte. Porque el que se enoja pierde, porque el despecho es para ardidos. Porque no vaya a parecer que quedé muy herida. Porque no vayas a darte cuenta de lo mucho que me lastimaste. Hoy puedo decirte con sinceridad que no tengo ningún sentimiento afectuoso hacia ti y vivo en paz con eso. Mi enojo no me quita el sueño; mi enojo me empodera. Nadie jamás me hará sentir que no importo cuando sí importo. Nadie jamás me volverá a tratar de esa forma tan vulgar.
Puedes ir a chingar a tu madre.
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