A veces por prisas, otras por lujuria, pero solemos olvidarnos de usar protección en momentos de intimidad…. hasta que algún síntoma nos hace terminar en un hospital con ciertos miedos. Esta es la historia de cualquiera de nosotros.
Mis venas son gruesas y toman mi muestra rápido. Ahora regreso a la sala de espera inicial y me uno al silencio de los otros. Ahí el caos de la ciudad se apaga. Fuera de los tosidos y las respiraciones lentas, lo único que se escucha es la radio del recepcionista que suena bajito, alguna canción de Justin Bieber.
Frente a las sillas donde esperamos hay 5 cubículos: 4 consejerías donde te dan el resultado de la prueba y una sala que dice “Apoyo Comunitario”. Poco a poquito nueva gente llega a tomar fichas y otras salen de las consejerías.
Los ojos de quienes esperamos divagan en las paredes beige burocrático (ese horrible color tan común en las dependencias de gobierno) o bailan frente a la pantalla del celular. Pero eso sí, cuando alguien sale de alguna consejería todos nuestros ojos se le abalanzan. Nuestras miradas ansiosas buscan la mirada del que ya se enteró. Situación tan inevitable como desesperadora.
Un chico moreno de unos 35 años sale con una leve sonrisa en el rostro y desaparece al subir la rampa…a él le fue bien ¿Y a mí? Me vuelvo religioso y pienso para mis adentros “Dios mío Dios mío Dios mío”. Me repito a mi mismo que el VIH no es un sentencia de muerte aunque siento que todos aquí formamos parte del experimento de Schrödinger y estamos obligados a verlo.
Pienso que no. Que no es posible porque siempre uso condón. Pero uno nunca sabe hasta que sabe. Veo que un grupo de jóvenes entran a la sala de “Apoyo comunitario” ¿No ha de ser tan malo no? Al fin y al cabo ya es posible tener una vida plena siguiendo un tratamiento…
Mis racionalizaciones optimistas se cortan de tajo cuando escucho dentro de la Consejería 2 que alguien solloza. Es un chico blanco y chaparrito de unos 20 años, ya hacía bastante tiempo que estaba ahí dentro. Qué mierda. Siento un escalofrío. Sale rápidamente con la cara roja y mirando hacia el piso.
Tengo miedo porque nunca tengo sexo oral con condón. No, no es rico, es una mamada. O más bien, no es una mamada.
Odio sentirme culpable e irresponsable por chupar una pene sin condón. Aunque me siento como un pendejo también. Hace unos días tuve sexo con un chico que conocí en el Starbucks cerca de mi casa y esa misma noche descubrí que tenía un fuego en la boca. Busqué en internet y vi que es común en casos de estrés o por no cepillarse bien los dientes. Desde ese día hasta hoy la duda ha sido mi mejor amiga preguntona.
Oscurece y aún no llaman mi nombre. Son las siete y poco. No puedo pensar en nada más que en lo que pasará si tengo VIH. Iré a cenar igual pero siento que nada me va a saber igual. Pienso en mi niñez, en mis planes ¿truncados? ¿Ahora seré activista de esto? ¿Ahora seré aún más discriminado?¿Otro clóset?
Finalmente llaman mi nombre. Al entrar a la Consejería 3 una mujer se presenta como psicóloga y siento que mi corazón va salirse de mi pecho ¿Por qué una psicóloga y no un doctor? Respiro. Miro al techo. Trato de guardar la calma. Pregunto cuál fue el resultado.
Cierro los ojos. Respiro. Pregunto todo sobre el SIDA y el sexo oral. Ella aclara mis dudas y me dice que debo usar condón.
Al salir de la Clínica Condesa pienso: voy a cenar quesadillas y a cepillarme bien los dientes.
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