Jimena Acevedo nos sumerge en este relato para hablarnos de la vida de un migrante mexicano en los Estados Unidos, tratando de hacer su vida entre recuerdos, cadáveres y asesinatos a la vuelta de la esquina.
Basada en una historia real de Luis López Gasca
Otra vez en picada el avión. Los motores estallando en los oídos, los bultos estrellándose, las uñas negras clavadas en el asiento. El paisano de junto murmurando: “Virgen gloriosa, tú que todo lo puedes, Virgencita…”. Y otra vez pa’ arriba nomás por joder, como si fuera nave espacial. Nuestros poros expulsando el olor a desierto y sudor. Diez malditas horas parando en cada centro de detención: Houston, Laredo, Tucson, El Paso. Todos queremos gritar, pero nadie habla. “Virgen gloriosa, tú que todo lo puedes…”. Pierdo la paciencia con el paisano. Levanto la mano alto, muy alto…
3:30 am. Siempre me duele en los oídos el despertador. Pero el olor me tranquiliza: sí, estoy del otro lado. Salgo de la cama con cuidado para no despertar a mi hermano. En unos minutos ya estoy recorriendo la cuadra con los cuartos encendidos. Voy levantando una polvareda chica. El cielo se ve azul fuerte y la única luz es la del ático de la esquina, la de “los güeros tatuados”, como dice mi hermano.
Paso por la camioneta de la empresa y dejo allí la mía. Todo va bien y a las 4 estaré en la bodega. Aquí en este pueblito todo está a cinco minutos, el tiempo que hacía en el D.F. nomás para caminar de mi casa a la parada. Aunque no tengo licencia, el manager me deja manejar la camioneta de la funeraria desde el día de la emergencia, cuando me eché yo solo las dos horas de camino con el muerto rancio hasta Columbia, cruzando medio South Carolina. La cabeza me dolió tres días seguidos.
Acomodo la van en reversa y abro las puertas de atrás para bajar la rampa. Entro a la bodega y prendo los switches igual que siempre. Busco el compartimento C3: tercer congelador, tercer cajón. La maniobra es fácil. Nunca me ha dado miedo. Todo está diseñado para que una sola persona pueda hacerlo.
De regreso en el pórtico de la funeraria me espera James, calentándose las manos con vaho; el viento de diciembre no perdona. Me saluda con un high-five y saca el ajuar de una bolsa de Ross, Dress for Less. Hace aparecer la foto de la difunta: Mary “Mae” Rowell, que poco se parece a la que ahora colocamos en la plancha, una viejita diminuta congelada desde mayo. Difícil creer que aquí a los deudos les tome meses arreglar sus seguros, pedir vacaciones y regresar al pueblo a enterrar a sus muertos. Con un gesto analiza la foto: “¿Cómo ves, Mr. Louis? Tenemos dos horas”. Mientras empieza a frotarle los brazos con un trapito con agua tibia para poderlos acomodar sobre el pecho, yo escojo maquillaje líquido, labial, rubor y barniz a tono. Aquí puro Mary Kay. “MK no se equivoca”, dice siempre de broma el manager. Y pensar que estos mismos productos los vende Chela mi cuñada planchándose toda la zona desde Canal de Tezontle hasta Apatlaco, y si le da tiempo se sigue hasta La Viga.
James le inyecta a Mary “Mae” los cachetitos y los labios con gelatina. Le lava el pelo y se lo seca con secadora; yo ayudo a pintarle las uñas. Dice doña Connie, la patrona, que tengo buen pulso. Por último le ponemos el vestido, que ya James cortó por atrás con unas tijeras.
Empiezan a llegar los dolientes. Miro el reloj de la sala de embalsamar: las 8 de la mañana. Todavía tengo que esperar una hora para hablarle a mi esposa y que me pase a Pablo antes de irse a la escuela. Los imagino dormidos en la cama tibia, el D.F. apenas despertando afuera; en la ventana, la única foto donde estamos los tres, Pablo apenas un bulto entre mis brazos.
Media hora más tarde vamos en la van hacia el panteón. Hacemos la parada obligada para desayunar. He aprendido a vivir como ellos; ya no me molestan los desayunos en Denny’s, las comidas en el Bar-B-Q Grill y las cenas en Subway. Aunque no gane los $35 por hora que gana James, no puedo quejarme, porque los patrones me dan de comer. El invierno pasado hasta ropa térmica me compraron.
En el panteón dejamos todo listo para el funeral: alfombra, carpa y sillas tiffany. Me siento en una silla para llamarle a mi esposa. Ya se me fue Pablo a la escuela. En eso por la avenida grande vemos una patrulla, luego otra, tres más. “¿Qué habrá pasado?”, dice James mientras tira su chicle junto a una tumba. El manager habla con su compadre de la policía por walkie talkie. Yo mejor anudo otra vez los listones de la carpa; uno nunca debe olvidar que está entre blancos. “Un asesinato”, dice por fin el manager. “Por tus rumbos, Louis”.
Para no hacerles el cuento largo, a la pobre güera de la esquina la escondió su gordo en la caja de la troca, toda apuñalada. Cuando llegó la policía, él ya se había escapado al cerro. “Pero aquí siempre los atrapan”, me dijo mi hermano cuando fui a contarle el chisme a su trabajo a media mañana. “Seguro andaban drogados”.
El sol todavía estaba arriba cuando pescaron al gordo. Lo agarraron trepado a un árbol. Que según la mató por celos, dijeron. Miré el reloj. Eran apenas las 2 de la tarde. Ya llevaba yo 10 horas trabajando; hice la cuenta: 120 dolaritos. Me vino a la mente mi Pablo, pero también por alguna razón la güera asesinada. El primer día que la vi iba con el pelo sucio y borracha, caminando raro, como si escondiera una pistola bajo la falda, o como si se le quisiera alborotar tanto tatuaje.
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