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A veces las cosas no salen como las habíamos planeado, y eso es lo que Carmen Monroy nos recuerda con este cuento, cuyos giros inesperados mantendrán tu atención hasta el final.
Después de aquella mañana nada volvió a ser como antes. Eran las once y media. Me bajé en la
estación del metro Polanco y llegué a la cafetería de la Plaza Antara buscando al güey que
prometió estar ahí. Esperaba que fuera cierto. Me senté en una mesa desde la que podía ver la
puerta; intenté acordarme bien de su cara, pero no pude. El sexo no había sido tan malo, pero he
tenido mejores. Y es que con esos ojos no pude resistirme a irme con él. Me dejé llevar por sus
manos tiernas que se deslizaron sutiles bajo mi entrepierna, fuimos a su casa y no supe ni dónde
dejé la bolsa. Esa mañana sentía como si mi boca fuera un cenicero; me ardía la garganta, no debí
tomar tanto vodka. Me dolía la cabeza. El mesero me veía extrañado. Yo me sentía como una
extranjera en tierra de ricos. Le pedí un café bien cargado porque no traía para más. ¡Cómo fui tan
idiota! Era sexo casual de una noche, no se suponía que debería verlo de nuevo. En ese momento
solo quería mis cosas, no podía perder mi credencial de la escuela, ni mis apuntes, ni mi USB con la
exposición que tenía que presentar el lunes; no podía reprobar de nuevo o mi madre me obligaría
a trabajar de mesera en la fonda allá en la Bondojito. Yo tenía otros planes.
Las señoras que estaban en la mesa de al lado me miraban intrigadas. Me dieron ganas de gritarles
que dejaran de parlotear sobre mi cabello enmarañado. Pinches rucas juzgonas, solo les importaba
el chisme. Luego luego se les veía la facha de que no tenían nada que hacer; sus preocupaciones
más grandes debían ser si iban al spa antes o después de recoger a los niños y cuántas calorías
tenía el desayuno. El ruco que tenía enfrente me había volteado a ver por encima de sus lentes
varias veces; tomó un sorbo de café y carraspeó. Me observaba mientras hundía la cuchara en el
café y scrolleaba la pantalla de su tablet. Me ponía nerviosa. Se veía que era un rabo verde;
esperaba que no se me acercara. Llegó el novio de mi mejor amiga y me saludó preguntando si
podía sentarse; me negué diciéndole que esperaba a alguien importante. Él contestó con
arrogancia: “Pues resulta que yo soy ese alguien”.
No supe qué decir. No podía ser posible. Se rió de mí, el maldito. Me acercó la bolsa. “Mierda”,
pensé, “me acosté con el novio de mi mejor amiga”. Resultó que no tenía interés en que ella se
enterara de lo que pasó; fue un error, obvio. “Yo no te vi y tú no me viste”, dijo. Se levantó y se
fue. Ese idiota me robó todo el efectivo, pobre güey, y pobre de mi amiga, mira que andar con un
pendejo así…
Caminé hacia el baño. Al salir, el cuarentón me estaba esperando en el pasillo que divide los
sanitarios de hombres y mujeres. No dijo nada, solo se me acercó y me arrinconó contra la pared.
Me quedé helada, sentí sus manos sobre mis pechos. Aun no entiendo por qué me dejé llevar
hacia el baño de mujeres. Cerró la puerta despacio, puso el seguro y me besó efusivo, jadeante; mi
cuerpo se estremeció, sentí su miembro hinchado que rozaba mis pantaletas de encaje. En un
movimiento brusco me subió al lavabo, mis manos se aferraron al borde y me embistió con fuerza.
Escuchamos un ruido, parecían unos tacones apresurados, paró un instante y cuando pensamos
que ya se habían ido volvió a entrar en mí, esta vez con más intensidad. Terminó después de unos
minutos y salió del baño. Me bajé de un salto mientras él se escabullía por la puerta; no supe en
qué momento había puesto los billetes, que tomé sin pensar del lavabo. Me metí al baño y
escuché los tacones entrar. La mojigata de la mesa de las cacatúas me vio salir, se enjuagó las
manos y se fue espantada. No creí que nos hubiera visto, pero como dice mi abuela: “Cuidadito
con las calladitas, que son las más pervertidas”. Volví a mi mesa, el hombre se había ido. Llevo dos
meses viniendo a esta cafetería todas las mañanas esperando que el cuarentón regrese y le pueda
agradecer que me haya recomendado con sus amigos.
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