El rostro del olvido. Ilustración de Diego Gallastegui @gallasteguig
Ilustración de Diego Gallastegui @gallasteguig

El rostro del olvido

30/03/2017
Por María Álvarez Malvido @mayangalv

¿Puede un momento marcarnos de manera tan fuerte que deje su huella en nuestro cuerpo? Es lo que parece que ha sucedido con Don Lupe, cuyo rostro se transformó para no volver a cambiar jamás.

De primera vista, parecería que el surco profundo entre las cejas de Don Lupe es el resultado de un enojo perpetuo, o de un estornudo que lo dejó plantado para siempre. Podría ser también, el reflejo de la inconformidad contagiosa que se extiende por sus rumbos, o como algunos cuentan, el resultado de la molestia que le dejó su apéndice hace unos meses cuando decidió salir de su cuerpo; o un gran temor –escuché de su nieto- a que el resto de sus órganos quieran escaparse también. El ceño fruncido y los labios tensos e inquietos trazan ya un laberinto de arrugas que se acomoda en todos los rincones de su piel: rodean los ojos, la frente, la nariz y el cuello. Da la impresión de que toda su piel, como la cáscara de una fruta bajo el calor del sol, se ha arrugado adaptándose a la nueva expresión que habita su rostro.

El cambio tan repentino del rostro de Don Lupe –quien no debe de llevar más de medio siglo en este mundo- podría sumarse a la lista de los grandes enigmas de la humanidad. Podría incluso encabezar dicha lista (que seguramente existe) si el oído biónico de Doña Adelina no hubiera registrado la conversación matutina que determinó el nuevo relieve de su joven rostro.

Entre tantos diálogos que Doña Adelina escucha todas las mañanas en su comedor, éste me lo contó el día en que la lluvia me mantuvo como un radioescucha cautivo, que se esforzaba entre el ruido de la lluvia y la infinidad de palabras, por recordar el monólogo de todo lo que aquellos oídos tenían que contar: historias, chismes y relatos que han escuchado hasta el diálogo de las moscas que papalotean en aquel local. Abierto desde 1957, como dice en la entrada, el comedor de Doña Adelina no tiene nombre: tanto se tardó en encontrarle uno, que sólo pintó la fecha de inauguración en la entrada y quedó satisfecha cuando todos comenzaron a llamarle “Ahí donde Adelina” o “El del 57”.

Fue Ahí donde Adelina que descubrí que la expresión de Don Lupe no era el resultado de un enojo, ni de un estornudo ausente, ni de un apéndice rebelde. Tampoco de la indignación colectiva. Todo comenzó, cuenta Doña Adelina, cuando Don Lupe se encontró con el olvido por primera vez. La expresión era el rostro del momento en que una palabra lo llevó a olvidar lo que había olvidado.

Hace un par de meses, cuando el invierno todavía vestía de escarcha las mañanas, Don Lupe y Don Melesio se encontraron para tomar un pancito con café en el 57 (como lo hacían todos los jueves desde que dejaron de vivir pared con pared). A las nueve en punto se sentaban en la esquina del lugar, donde pronto se acompañaban abajo del vapor que desprendía el café calientito y les llegaba hasta el rostro entumido por el frío. Entonces, comenzaban a sopear el pan, y a recordar su infancia juntos: no siempre encontraban novedades en su memoria, pero siempre terminaban hablando de aquel día en que decidieron empacar un litro de jugo y un kilo de tortillas para emprender un camino hasta alcanzar el horizonte, y conocer esa línea donde el sol se escondía todos los días.

Aquel día, cuenta Doña Adelina –quien ya se sabía la historia de memoria- todo iba bien con el relato, hasta que llegaron a la parte de su fugaz y hambriento regreso (un día después de haber partido) sobre el lomo de un caballo prestado que se llamaba-“¿Cómo se llamaba?” – dijo Don Lupe.- “No me digas, espera, no me digas. Prométeme que no me vas a decir. Por nuestra amistad, por el caballo que nos regresó, que no me vas a decir.” – Repitió Don Lupe mirando hacia aquel horizonte en busca de alguna pista, se cubrió el rostro con las manos, miró hacia el techo, cerró los ojos con fuerza para concentrarse en la oscuridad de sus párpados, frunció el ceño, y comenzó a desesperarse. Nunca había olvidado nada de aquel viaje, tampoco de sus aventuras con Melesio. Cuando su amigo estaba a punto de recordárselo, le hizo prometer una vez más que nunca lo revelaría, con el miedo profundo a que éste se tratara del comienzo de una vida sin memoria. Como todo buen amigo de la infancia, Melesio calló, siguió con el relato y nunca más mencionó el nombre del caballo.

Al cabo de unos minutos, Don Lupe no sólo olvidó el nombre del caballo al que le platicó hace muchos años lo lejos que estaba el horizonte: pronto olvidó qué fue lo que olvidó. Sin saberlo, la punta de su lengua dejó de buscar aquel nombre del caballo blanco y las letras pronto escaparon de su boca para perderse para siempre en los vientos de su pueblo.

Sin embargo, el rostro de Don Lupe está consciente de su olvido y conserva la expresión en aquel primer encuentro, cuando frunció el ceño, tensó la boca y miró hacia el horizonte asomando los ojos por la rendija de las pestañas, pidiendo a la soledad de sus párpados que lo ayudaran a recordar. Su rostro le pide ahora, con arrugas y surcos, que recuerde que olvidó lo que había olvidado.

Pero Don Lupe ya no piensa en el caballo. Piensa en cuándo fue que comenzó a envejecer tan rápido.

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María Álvarez Malvido @mayangalv

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