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Rodrigo Márquez nos trae una historia enérgica sobre una leyenda de box que mató a un hombre. El relato no solo tiene por sí mismo gran peso, sino que también nos hace un invitación a la reflexión.
Maté a un hombre pero no fui a la cárcel. Ni siquiera tuve esa oportunidad. Debo aclarar que no creo en expiaciones, reinserciones u hombres nuevos. Uno es tan viejo como el mundo en que le tocó vivir. Y si bien la prisión no da segundas chances, debe ser el mejor lugar para abandonarse. Abandonar el camino a la pérdida, sin posible vuelta. Eso creo y no lo afirmo con certeza nada más porque nunca pisé la sombra. ¿Habría cambiado en algo? Tuve que extraviarme igual pero sin guía. A tropezones. Pienso a veces que todo ha de ser más sencillo sin saber sobre los días que corren: ajeno a cualquier alternativa, delimitado por visitas ocasionales, a contrarreloj, frágil por el menú de engrudo impuesto, carente de contenido vitamínico, adhesivo puro, los compañeros violentos y roncos, la uniformidad y ese encadenamiento de acciones convencionales, repetidas hasta la saciedad. Pero no fui a prisión. Lo maté y no pasó nada. Estaba furioso con él, con la gente como él, con el mundo que incuba y nutre a los que se comportan como él. Estaba furioso conmigo. Ahora lo sé: la ira es la más terrible de las cárceles. En ese entonces aún creía que la única libertad por la cual vale luchar se gana con los puños. Estaba furioso y no sólo me sentía con derecho a dejar que la furia se apoderara de mi cuerpo, que este se volviera una extensión de esa ira atemporal, motriz, previa a todo: a las piedras, al magma, a los animales y al hombre mismo, sino que incluso me parecía un acto de justicia. Me llamó maricón. No sólo fue lo que dijo sino la manera de humillarme enfrente de todos los que de alguna u otra forma me respetaban, al menos un poco. A los campeones se les respeta pase lo que pase. Allá arriba nadie puede tocarte. Abajo es distinto pero el fajín es una especie de extensión del cuadrilátero. Una prótesis de respeto que no necesita lucirse para acaparar miradas. ¿Cómo estás, campeón? ¿Todo bien, champ? ¡Buena pelea el sábado pasado, campeón! A un campeón se le respeta. Pero él no: él decidió ridiculizarme. Tocarme los huevos en pleno pesaje y preguntar: “¿Estás teniendo una erección, marica”? Y los segundos se detuvieron. Ni siquiera pude escuchar las risas. El tiempo entró en una pausa sorda, larguísima, como la que media entre cada grito del réferi cuando visitas la lona. Peor: como la de los segundos afuera, cuando hay que sacar el banco, alzar la vista, chocar los guantes, y la cara adormecida de golpes y linimento aún no se acostumbra a su nueva configuración respecto al mundo. Así la furia comenzó a subir lentamente, a saber desde dónde. Quizá la destiló el esófago, como una llamarada. O vino de las tripas. No sabría decir desde dónde llegó, si fue invocada por alguna región oscura y sin nombre del cerebro, o si acaso surgió de los mismos puños que iban a traer otro silencio, más denso si cabe: porque esa furia desconocida hasta entonces se iba a instalar como una capa de silencio inquebrantable, una loza, y es que aunque toda la vida habíamos estado en contacto cierta variedad de la furia y yo, es decir, teníamos trato de conocidos al menos y en otras tantas ocasiones había permitido a mi cuerpo albergarla sin pena, ésta, desde su origen anónimo e indetectable, ya daba señas de no venir desde ningún sitio del interior, como si entonces mi cuerpo se tratara sólo de un receptáculo, una suerte de médium entre una ira universal y el depositario de todos los odios desatados: Benny “Kid” Paret. Pues bien: incluso poseído por esa furia, nunca quise matarlo. Ese pensamiento no cruzó por mi cabeza, puedo jurarlo. Pero sucedió. También he aprendido algo en este tiempo: las cosas que suceden rara vez pasan por la mente de alguien. Éste es un negocio cruel.
“Es curioso. Mato a un hombre y la mayoría de la gente comprende lo que sucedió y me perdona. Por el contrario, amo a un hombre y para muchos resulta un pecado imperdonable, una mancha, algo que me hace malo”. Así se confesó Emile Griffith durante una entrevista con Teddy Atlas, poco antes de morir. Durante años la furia silenciosa se volvió en su contra. Estaba atrapado en ella, sin opciones de escape. Peleaba sin saber por qué. Dejaron de interesarle la gloria y el dinero, los triunfos, los flashes, la compañía de los zalameros. Y sin embargo seguía peleando. Hoy, cuando alguien me pregunta cuál es mi lugar en el mundo, soy capaz de responder: un peleador. Eso le contó al viejo Atlas ¿Se habrá quitado la loza antes de partir? Cómo saberlo. Un peleador seis veces campeón del mundo que durante mucho tiempo habitó la peor de las cárceles. Una prisión sin muros.
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