Isabel Zapata nos invita a recorrer sus memorias de infancia en una Cuidad de México largo tiempo olvidada, llena de colores, diamantina y burbujas de jabón.
Crecí al sur de la Ciudad de México (o en lo que algunos malamente llamamos el sur de la Ciudad de México, que en realidad es el centro) donde, de niña, frecuentaba dos cines con mi madre y mis hermanos: La linterna mágica, en la Unidad Independencia, junto a la glorieta de San Jerónimo, y La casa de Disney, en la Colonia del Valle.
Del primero guardo las siguientes postales mentales: la barra oxidada que rodeaba la taquilla; la ventanilla medio siniestra en donde, si medías menos de un metro, solo alcanzabas a ver las manos de la persona que recibía el dinero y entregaba a cambio los boletos gigantes; el segundo piso desde el que podías aventar palomitas a los que estaban sentados abajo… Pero lo que más recuerdo de La linterna mágica es, paradójicamente, lo que pasaba al salir. Después de la matiné, la calle estaba repleta de vendedores que ofrecían los souvenirs de la película: una varita mágica con diamantina, una corona dorada de princesa o unas burbujas de jabón con estampas de La sirenita. Todo lo que queda hoy es la taquería La linterna, que este año cumple medio siglo sirviendo tacos campechanos sobre Avenida San Jerónimo. El local es pequeño, pero enfrente hay una combi estacionada, equipada con sillas y mesas en el interior, para atender a sus clientes más especiales.
El otro cine que mi familia visitaba a menudo era La casa de Disney, en la esquina de Xola y Avenida Coyoacán (había otra sucursal de la misma cadena en Lindavista, pero ésa nunca la conocí). Quienes lo visitaron entre 1958 y principios de los años setenta –cuando todavía se llamaba Cine Continental– cuentan que en el vestíbulo se conseguían pasitas con chocolate, helados de limón Holanda y dispensadores de pastillas Pez del Pato Donald, Pluto o Mickey Mouse. La sala tenía entonces más de 2,300 butacas y en la pantalla se proyectaban éxitos gringos, como Amor sin barreras, Mary Poppins y La novicia rebelde. El Continental cerró a principios de los setenta y reabrió en agosto de 1974, rebautizado como La casa de Disney; desde entonces proyectó casi puras películas infantiles y agregó a su fachada un pequeño castillo blanco, en relieve, similar al de La bella durmiente.
Aquí es donde empiezan mis recuerdos del lugar: los muros de la sala estaban decorados con los personajes de Disney, envueltos en un remolino de polvo de hadas. Ahí estaban los perros de La dama y el vagabundo (acaso los máximos perros de la historia), la Bella Durmiente, Dumbo, Peter Pan y, a los lados, flanqueando las secciones de butacas acojinadas, una serie de columnas con elegante iluminación. En el Continental había permanencia voluntaria, una tradición que ya no existe en México a menos que uno sea adolescente y lo suficientemente astuto para colarse sin pagar la segunda función. Durante los intermedios comprábamos palomitas y dulces y, al salir, un recuerdito de la película al grito de “¡llévelo, llévelo!”.
Pero como no podemos tener nada bonito, en 1998 el Continental se remodeló y dividió en ocho salas de Multimax Continental Cinema. Su enorme sala fue dividida en espacios más pequeños y el público se hizo cada vez más escaso. Según cuentan algunos cinéfilos que visitaban el complejo poco antes de que cerrara sus puertas, el boletero decía que tenían que juntarse al menos cinco personas para compensar el gasto de luz del proyector. En 2008, el cine cerró y, durante seis años, fue un inmueble abandonado y lleno de grafiti. En marzo de 2014 se anunció su remodelación para convertirse en un Superama que sepultó entre papayas, carnes frías y Suavitel más de medio siglo de tradición cinematográfica.
Más allá de los cuestionamientos sobre por qué la Delegación dio permiso para que un inmueble así fuera demolido para dar paso a un supermercado a una cuadra del mercado local, o de que eso haya convertido esta esquina –ya de por sí caótica– en un infierno para ciclistas, peatones y automovilistas por igual, la desaparición de estos dos cines de mi infancia es parte de un proceso más amplio de la decadencia de las salas cinematográficas que comenzó en los sesenta y que no se detuvo hasta arrasar con todo.
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