La vida tiene formas curiosas de acercarnos a las personas, de ponernos en el lugar y momentos adecuados. A veces, cosas que llevamos con nosotros no cobran sentido hasta que conocemos a alguien más.
Una vez, alguien que estuvo en mi vida poco tiempo me escribió un recordatorio en un cuaderno delgado con una portada rosada y abollada por tantos viajes y recorridos interminables por la ciudad. Lo abrí y leí con el temor de su huella allí: “cual sea la razón por la que nuestros caminos cruzaron, siempre será perfecta.”
La sensación de que nuestros caminos estaban ya destinados a separarse otra vez, me llenó con el sólo hecho de leer su declaración por escrito. Tras su marcha, sus palabras se quedaron conmigo, y ahora las cargo como un talismán en mi mochila cada vez que salgo de casa a caminar. No fue hasta que conocí a Jorge que realmente pude entender estas palabras que siempre me acompañan en las calles.
El arte de caminar y ser buen caminante se debe practicar con la idea de que hay muchos caminantes en un sinfín de caminos paralelos al tuyo. Pensar en el oficio de un caminante así en la Ciudad de México es fácil de imaginar, basta con la experiencia de un recorrido de diez minutos en pleno Centro, durante la tarde de cualquier fin de semana, y más aún en época navideña. Uno se ahoga en las posibilidades de las tragedias personales y dramas familiares a plena vista. Todos son caminantes en caminos paralelos hasta que su camino y el mío perfectamente se crucen.
Un hombre viejo con su ojo derecho cerrado y una medalla de algún santo colgada en su cuello se acercó sin reservas a mi mesa en el patio de comidas de un centro comercial anodino cerca de la Alameda Central. Se sentó junto a mí, a disfrutar su helado con topping de cajeta, mientras yo ingería voraz mi hamburguesa y papas fritas después de casi seis horas de caminar sin parar. Una vez que él se sentó, frené mi fervor gastronómico, primero, porque no quería parecer una loca -la que definitivamente soy- y segundo, porque sentí que dos almas solitarias se acababan de encontrar; y qué menos que prestar atención.
Jorge sabía platicar muy bien con esas otras personas de quienes percibía su soledad, esas-otras-personas como yo. Cuando se enteró de que era extranjera, empezó a platicar sobre Colorado Springs, un lugar que le dije de antemano que no conocía, pero no le importó porque, según él, yo conocía Cuernavaca, y Colorado Springs es exactamente igual que Cuernavaca.
De pronto, la plática giró hacia el tema del sismo, y nos pusimos muy serios al instante. Describimos las largas caminatas que tuvimos que hacer para llegar a nuestras casas aquel día y cómo terminamos como muertos-vivos sobre nuestras camas después de las largas jornadas de ayudar en las calles. Me preguntó si ya existía yo cuando ocurrió el del 85, y contradictoriamente empecé a reirme, contestándole que sí, pero que apenas contaba unos meses de vida. “No importa, existías, así que ya compartimos aquel momento juntos en la tierra”, afirmó.
Terminamos la plática y el helado y la hamburguesa y las papitas, con muchas más cosas en común que uno podría pensar que tuvieran una extranjera de treintaitantos y un hidalguense de unos setenta. Me despedí de Jorge, allí quedaron las papas y mi refresco, entre sus manos temblorosas de hambre. A cambio, él me dejó la clave para interpretar aquellas palabras que cargaba en mi mochila y, por supuesto, el ánimo de mantenerme siempre abierta a cualquier desvío que se aparezca en mi camino.
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