La vida da vueltas sorprendentes y este cuento no es la excepción. Lo que podría parecer casualidad se convierte en destino, cuando el pasado y el presente se reúnen en este relato para hablarnos de amor y desamor.
Fue el 15 de abril de 1944 durante la Semana Santa Ortodoxa de Yugoslavia, cuando Andrés Sánchez le propuso matrimonio a Aleksandra Kaitovic quien cumplía diecisiete años ese mismo día y era camarera de un bistrot de Belgrado. En medio de una guerra, Andrés Sánchez, un actor de teatro en México, buscaba en su maleta un anillo con una solitaria piedrita azul que era de su madre.
Con dos semanas de embarazo, Aleksandra Kaitovic lo presentó como su prometido ante su padre y su hermano, quienes al desconocer México y sospechar sobre una posible simpatía comunista por parte de Andrés, se negaron al matrimonio. A la mañana siguiente, la ciudad de Belgrado fue bombardeada por los aliados de la Segunda Guerra Mundial. Más de 1600 personas murieron, entre ellas, Aleksandra.
Andrés regresó a México esa semana obligado por las autoridades, dejando el cuerpo de su Aleksandra en una tierra devastada y con un anillo en la mano que tuvo que vender meses después de arribar a su país, pues la situación de un actor de diecisiete años era más difícil de lo que suponía. Nunca más volvió a mencionarla.
Fue el 15 de abril de 1937 cuando mi abuelo Joaquín llegó de España escapando de la Guerra Civil. Llegó en un trasatlántico con sus padres María Cristina y Salvador, tenía doce años y no hablaba mucho; era tímido pero soñaba conocer cada rincón de México, casarse con una mexicana y hacerle veinte hijos. Y lo hizo. Conoció a mi abuela en 1942 en la iglesia del pueblo, ella tenía catorce y él acababa de cumplir diecisiete. Tardaron tres años en casarse debido a la edad de mi abuelo, los padres de mi abuela no veían con buenos ojos el precoz matrimonio.
Se lo propuso con un anillo de plata en 1945, el mismo anillo que Andrés Sánchez vendió al llegar de Yugoslavia. Mi abuelo solo pudo ver nacer a diecinueve de sus veinte hijos, la mitad de ellos murieron en el parto. Todas las mañanas se despedía de su hija favorita: Gabriela, mi madre, quien puntualmente le preparaba agua de tamarindo y un dulce de piña antes que saliera a trabajar.
De la alcoba de la abuela cuelga una fotografía de mi abuelo; tenía el cabello negro azabache y enchinado. Que era guapo y educado, que nunca peleaba con la abuela, al menos nunca los escucharon pelear. Llevaba a mi madre en tren y le compraba dulcecitos. Que la abuela se molestaba cuando hablaba en su dialecto español: apetecer, chaval, caña, chorrada, vale. Que cuando la abuela estaba dando a luz, le decía a mi madre que los Reyes Magos le traerían un nuevo hermanito aunque fuese verano.
Mi tía María Dolores cumplía quince años la mañana que mi abuelo Joaquín cayó muerto en el baño ahogándose en un vómito de sangre. Se le habían reventado los pulmones por trabajar de cuidador en la mina del pueblo. Mi abuela me regalaría su anillo cinco años antes de morir cuando yo apenas tenía diecisiete años.
Fue el 15 de abril del 2010 cuando cumplí veinte. Mis amigos me acompañaron a una Feria del Libro donde me perdí entre la multitud, llevaba un vestido, un collar de perlas hasta el ombligo y el anillo de mi abuela en mi índice derecho. Él me veía de reojo y se lamía los labios, jugaba con su barba y se rechupaba los labios, me veía reír y se reía conmigo, me veía escoger libros y no dudó en escoger los mismos. Yo lo había visto antes, sabía que era un famoso primer actor de teatro en México, que había estado en medio de las manifestaciones estudiantiles del 68 y que se había hecho de renombre por las técnicas teatrales que había traído de Europa.
Nos encontramos solos en un pasillo. Lo vi mirarme y se puso nervioso. No sabía si caminar o darse la vuelta, pero avanzó hacia mí, tímido, casi inmutable. Topamos frente a frente, le dije casi como un susurro: Me llamo Alexa, Maestro. Ahora Andrés Sánchez tenía ochenta y tres años y un mar de secretos al cual embarcarme.
Empezamos a salir gracias a un intermediario que se encargó de contactarme. Todos los martes íbamos al Café Belgrado, ubicado en la zona centro de la ciudad. Era un lugar elegante, los meseros con guantes y un pianista tocaba esas sonatas de Chopin, el techo de vitrales Tiffany y yo como la rebeldía me trajo al mundo con mis botas sucias y cabello sin peinar. Los miércoles me daba clases de francés, pues había vivido en Bruselas y Montreal. Los jueves íbamos a comer al Búho de Varsovia, uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad donde se juntaban los veteranos. Le gustaba presumirme con ellos, decía que yo era su estudiante, su musa, su Lolita, su novia de otra época.
Pasamos un año juntos, me gustaba salir con él porque me contaba su vida, una vida en blanco y negro, donde los autos eran chonchos y las mujeres usaban peinados esponjosos, le gustaba enseñarme la vida con pequeños guiños de la suya. Le gustaba hablarme en francés al pedir la comida y que yo le contestara con un: Merci mon cher. Asseyez-vous et manger, s’il vous plaît. Me regalaba libros viejos e intentaba enseñarme serbio, pero nunca aprendí. Que dormía con una foto mía bajo la almohada, decía. Y que me quería tanto, tanto, como nunca antes quiso a nadie.
Hablaba poco de la Segunda Guerra Mundial. No le gustaba tocar el tema hasta que un día vio una foto de la Plaza de la República en el Café Belgrado. Andrés, mi viejito, me miró con sus ojos verdosos cansados por las calles y el sol: Tengo que contarte algo.
Me habló de Aleksandra Kaitovic. Que cuando la conoció, él tenía un año en Belgrado. Cuando llegó en plena guerra, las calles eran marcadas con ¡Mejor guerra que pacto! Estaba becado en la Escuela Nacional de Teatro, y un día al salir de clase fue con unos amigos a un bistrot cerca de la Plaza de la República.
Allí, conoció a una hermosa chica de su edad con los ojos oscuros y el cabello en cascada como el mío. La esperó hasta terminar la jornada laboral para pedirle una cita. La enamoró como enamoraban antes a las muchachas: con flores, sonrisas y serenatas.
Me contó cuando estalló de felicidad al saber que sería padre por primera vez, y dio cinco vueltas corriendo al Palacio Viejo de Belgrado. De cómo se arrodilló frente a la Iglesia de San Marcos, mientras el soplo febril de los árboles enmarañaba su pelo y le puso un anillo con una pequeña piedrita azul para proponerle matrimonio. De cómo la familia de Aleksandra se negó. Que sostuvo entre manos la pequeña cara llorosa de su amor y le prometió que se la robaría para casarse en México, y que ella sonreía cada vez que le decía Aleksa, pues le encantaba cómo lo decía: Ale-xah.
Me contó cuando llegó a México sin un peso y con el corazón destrozado al saberla muerta. Para él, cerrar los ojos y verla en su memoria era más fácil que olvidarla por completo. Que yo me parecía a ella y lo increíble es que yo naciera el mismo día de su cumpleaños, como una rencarnación. Que había hablado de esto hasta hoy, porque todo lo que hacía conmigo lo hacía con Aleksandra: Comer, enseñarme otro idioma, reírse hasta enrojecerse las mejillas, pasear por los parques, contarme su vida, cogerse cariño como niños.
Después de esa plática perdí comunicación con él.
Fue el 15 de abril del 2017 cuando me salió mi primera cana; siempre me burlé de las canas de mi viejo Andrés. Ese día cumplí veintisiete años, ahora él tendrá noventa.
Poco sé de él. Muchas veces he tenido el impulso de contactarlo y saber cómo está de salud, si pasea todavía por sus parques y mis avenidas. Decirle cuánto lo admiro y cuánto bien me hizo aquellas pláticas de su vida en las que yo terminaba riéndome por inverosímiles que parecían. Que ahora era yo la que tenía que contarle sobre mi vida, sobre mis pérdidas, mis infiernos, mi corazón roto, los desamores y amores imposibles, mis ilusiones y los sueños que persigo. Pero me enteré que Andrés Sánchez, aquel viejito que seguía con el alma del joven extranjero en Yugoslavia, no quería volver a saber de mí.
Ese día rompí en llanto, porque seguramente el gran hombre que convivió conmigo por un año, aquel hombre que sobrevivió a muchas guerras, aquel hombre devastado que le vendió un viejo anillo a mi abuelo Joaquín y que yo guardaba en el corazón, se repetía una y mil veces con los ojos cerrados: ¡Mejor olvido que pacto!
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